jueves, 19 de diciembre de 2013

Vivir sin parar es un sinvivir


Quien acuñó la frase "Vive cada minuto como si fuera el último de tu vida" era un gilipollas. Si vives cada minuto de tu vida como si fuera el último la palmas en pocos minutos. Vivir sin pausa es de cretinos y no sirve para nada. Yo soy un cretino. No siempre, porque estoy un poco vivo, pero sí a menudo. Los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses, los años pasan a una velocidad de vértigo cuando vives cada minuto como si fuera el último. Como dijo Lennon: "La vida es aquello que te ocurre mientras haces otras cosas" (o algo así, que no tengo tiempo para buscarlo en Google). La vida debería componerse de ávidos momentos de curiosidad, tiempos pausados de reflexión y otros tantos de letargo. Yo, ahora mismo, sólo siento intranquilidad y también, paradójicamente, un profundo hartazgo. Y va y me pongo el WhatsApp. Lo dicho, soy un cretino.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Tres frases de memoria obligada entre mis amistades


"El mundo es como... una pera". C. O. E. de sobremesa, tras una extensa conversación acerca de la existencia o no existencia de Dios y la preponderancia del azar en el universo y nuestras vidas en contraposición a la idea del orden dentro del caos planteada por el matemático Fibonacci en el siglo XIII.

"Señora, yo me ahorco". E. M. C. tras un involuntario episodio erótico-etílico con una mendiga vieja.

"La madre de David es el padre de Javier". Poema escrito con el dedo por F. G. B. en el barrillo de la luna trasera del Ford de la madre de David. El poeta, siempre preciso en la expresión, añadió más tarde en palimpsesto: "La madre (negra) de David es el padre de Javier". A la madre de David no le hizo ni puta gracia la hermosa sentencia cuando, por la mañana, condujo su coche de camino al trabajo.

 

lunes, 28 de octubre de 2013

Manolo Escobar




Nos mudábamos de estudio y Carlos se deshizo de muchos cuadros y esculturas que ya no le gustaban. Según me dijo, eran un lastre. Llegué tarde al taller, a eso de las once, y Carlos tronzaba los cuadros, vueltos del revés, a patadas en el bastidor. Supuse que le resultaba menos doloroso que los cuadros estuvieran apoyados de cara a la pared, sin mirarle. Aunque tampoco vi que sufriese demasiado en la tarea. En realidad, parecía disfrutar. Contradicciones de artista, como suele decirse. O simple disfunción, como la de cualquier otro. El caso es que pude rescatar la pieza central de un tríptico titulado "Final de copa". Los elementos laterales yacían desgarrados y astillados a un lado. No puedo describir la resolución técnica de la pintura, su brillo, transparencias o texturas (para esto habría que observarlo y tocarlo "en directo"), pero sí su narrativa. El elemento central, el que conservo y disfruto en mi piso, representa una gran copa sobre la que flota una gamba ingrávida. Mide 200 x 130. Cada uno de los paneles laterales, 200 x 70, aproximadamente. Si no recuerdo mal, en cada uno de ellos había una gamba orlada de rosas azules. Una de las gambas miraba a la derecha y la otra a la izquierda, buscando la simetría de la composición. Unos años antes, Manolo Escobar, que además de folclórico era coleccionista de arte, quiso comprar el cuadro. Pero, qué curioso, sólo le interesaba la pieza del centro. Carlos, como es lógico, le dijo que se trataba de un cuadro uno y trino, como la Santísima, y que de ninguna de las maneras iba a desmembrar su obra. ¡Ni por todo el oro del mundo! ¡Faltaría más! ¡Un poco de respeto, hombre!
Y esta es la historia de cómo Manolo Escobar no pudo comprar un pedazo de cuadro, de cómo Carlos perdió con dignidad algo de dinero y de cómo parte del óleo titulado "Final de copa" acabó colgado (y admirado) en una pared de mi piso.

Manolo Escobar (1931-2013) DEP (aunque yo era más de Lou Reed).

miércoles, 23 de octubre de 2013

Queridos amigos





Muy queridos amigos:

Este verano, en el Aruba, mi idolatrado amigo J. E. tuvo a bien abrirle los ojos a mi hijo: “Tu padre es un quejica y un llorón”. Ya lo tenía yo jodido para esquivar hacia el solete la espesa sombra de Frank de la Jungla, la única figura masculina que venera mi Antoniet, como para que el J. E. echase la última paletada de escepticismo sobre mi moribundo respeto paterno-filial. Sí, siempre fui un quejica y tendí a la soledad melancólica y, desde luego, nunca tuve el menor interés por jugarme el físico entre animales salvajes, exceptuando los renacuajos y los cangrejos que capturaba de pequeño en la desembocadura del río Algar, que están por domesticar pero no te matan. Tampoco he sido optimista. Ni creo que la felicidad alcance más allá de esos breves instantes de pellizco estomacal que sentimos muy de vez en cuando. No sé quién dijo que es preferible ser pesimista, porque si las cosas salen mal (como es costumbre) siempre puedes echarle en cara al optimista su ingenuidad con frases tan rotundas como: “Los lo advertí” o “Se veía de venir”. Ahora que me acerco a los cincuenta, el declive físico (en franca decadencia desde mi primer llanto) y, sobre todo, el intelectual, hacen que se hayan acentuado estos rasgos de mi carácter, entre los que habría que incluir la cobardía. De hecho, tiendo sin disimulo hacia el aislamiento. Por cierto, el caso es que llevaba del todo hilvanado este discurso y, de golpe, he olvidado a qué venía… ¡Ah, sí! Que vosotros tampoco os libráis de esta inevitable decadencia. ¡Panda de cabrones!
Ignoro cuáles serán vuestros síntomas, pero me permito enumerar, no sin cierta coquetería, los míos: conservo el pelo de la cabeza, aunque del color de la ceniza del abedul (o de cualquier otro árbol o arbusto, pero "abedul" suena más chistoso que "olmo", por ejemplo). De hecho, tengo más pelo que nunca, pero crece en lugares excéntricos como las orejas o los omóplatos. La faz es la que corresponde a un insomne mediterráneo que nunca ha usado gafas de sol. Me explico: ojeras perennes que, de cerca, dibujan unos anillos estratificados, como los del ágata o el eccema marginado de hebra, y que fluctúan en gradiente del verde vejiga al azul ultramar, moteados por pequeñas verruguitas de un ámbar desvaído. Mis ojeras parecen un cuadro puntillista. Las patas de gallo, cuyos espolones surcan las mejillas hasta la papada, enmarcan el Seurat. El espectador atento descubrirá en la composición, bajo las cejas hirsutas, muy velado, el brillito de los ojos azules apagado por el barniz amarillo de la presbicia. De cintura para abajo, por resumir, tetas caídas, barriga y estrías en el culo. Y en cuanto al interior, hipertensión (no debo comer con sal), azúcar (no debo comer dulce) y gases, aunque esto último más por afición que por otra cosa. También padezco frecuentes episodios de apnea de la memoria, o sea, que me quedo lelo de manera imprevista. A menudo olvido el nombre de mi interlocutor al que llamó “tú” o “Paquito” (incluso cuando se trata de una fémina). Más de una vez, por despiste, me he bajado al perro en zapatillas de ir por casa, de esas de jubilado: a cuadros y abrigaditas por dentro. Aunque, por fortuna, este calzado pasa desapercibido en un barrio por el que la vecindad se pasea en bata de boatiné, pijama, albornoz o, directamente, aireando la titola. Además, no soporto que trastoquen mis hábitos intestinales. Si no cisco a mis horas, me irrito y me engordo. Por no hablar del sueño: si no me acuesto antes de las doce, no duermo mis tres horitas diarias. Y yo si no duermo mis tres horitas diarias no soy nadie.
Así las cosas, me ha dado por pensar que debo retomar mi cariño por vosotros (sé que vosotros nunca perdisteis el vuestro por mí). Por eso lanzo este mensaje de náufrago a sabiendas de que nadie lo leerá. (Las últimas estadísticas indican que el tráfico de visitas a este blog es similar al de un domingo en las islas Pitcairn).



domingo, 6 de octubre de 2013

Mago depone

Mago gira sobre sí mismo hasta que encuentra el centímetro idóneo donde dejar caer la deposición. Entonces, adopta la posición del dibujito de la señalética de los pipicanes y aprieta fuerte, tensa los músculos trémulos, estira la cola y desenfunda el lápiz de labios, carmín, lipstick o rouge (o sea, la pilila). Yo le miro de refilón, porque a Mago le da vergüenza que le observe cuando abona. A Mago se le pone cara de pena cuando entripa el morcón. Hoy Mago tiene su camada en las riberas del río Algar. Va suelto de correa y esfínter. Yo escucho con los auriculares el "Claro de luna" de Debussy y pienso y huelo que es bueno vivir aquí. Huele a caca de Mago (que recogeré), pero también a mar, higuera y caracoles. Estamos en octubre y esta mañana he buceado en el mar. Y pienso que mi perro y yo queremos vivir aquí, en nuestro lugar en el mundo.  

El Cabanyal




Cuando me muera, si he sido bueno, viviré en una réplica celestial de mi barrio.  Y las  puertas del cielo serán las de Casa Montaña. Mi barrio es el mar y el puerto, una niña que hace pis entre dos coches, un atardecer imposible, el gato negro que come en el solar las galletas de la vieja loca, mi hijo y sus alegres pillastres, el modernismo humilde, los gitanos de puertas abiertas, un quejío desentonado, mi hija y sus amigas que intuyen el futuro, el boxeo cinematográfico, la bici robada, una soprano rusa en un balcón alquilado, una rata atropellada y muebles meados y arrumbados al lado del contenedor.
Mi barrio no es la Copa del América, ni la Fórmula 1 ni Madrid 2020, que, finalmente, se celebra en Tokio.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Verano adolescente




Este verano, gracias a la chiripa de una alineación cósmica que ha favorecido a los nacidos bajo el signo de escorpio con ascendente tauro, me ha tocado convivir con una jauría de adolescentes. Así, mediante un paciente estudio de campo, he llegado a la conclusión de que los susodichos especímenes poseen la misma coordinación motora que el musgo seco y las dotes cognitivas de un tuno cuarentón en coma etílico. Empero son violentos. Los episodios vividos se quedan cortos al lado de lo que pasó nuestro Señor, que en paz descanse a la diestra de Sí Mismo. Aún así, mi espíritu resignado, baqueteado en mil batallas emocionales (de las que daré cuenta cuando corresponda), me anima a concluir este breve ensayo a modo de diario, útil quizá para aquellos que, ingenuamente, consideran que la adolescencia es un estadio más (o fase, como viene en llamarse de un tiempo a esta parte) en el desarrollo del ser humano. Como anticipo a mis conclusiones diré que esta percepción es propia de personas bienintencionadas, por no decir bobaliconas, puesto que la adolescencia es un trastorno hormonal transitorio del que huye la razón. La apariencia humana, durante estos años, no es más que un cascarón similar al de aquellos extraterrestres que se apoderaban del cuerpo de los terráqueos después de chuparles el alma dentro de una vaina. Sin más, doy paso a mis anotaciones.

Del 2 al 12 de agosto.

Escribo a escondidas, en la oscuridad. Estoy agotado. Tan sólo espero que la jauría no me encuentre desatendiendo sus necesidades. De ser así, Dios no lo quiera, tomarían represalias que me erizan el vello tan sólo con imaginarlas, aun a pesar de que pretendo que tales pensamientos funestos no se asienten en mi ánimo. Llevo diez días secuestrado. Por fortuna, mi fortaleza mental me ha permitido subsistir sin la tentación de caer en un confortable síndrome de Estocolmo. La jauría, a diferencia de las de los perros salvajes, carece de líder. Todos son déspotas, dictadores por igual.
Ahora, bien entrada la madrugada, se han recluido en sus apestosas guaridas. Sólo se me permite el acceso a sus hediondos habitáculos cuando las condiciones de insalubridad requieren de mi servicio. Saco, pues, fuerzas de flaqueza, para escribir estas líneas desde la prudencia y el miedo a ser descubierto. Deseo que estas advertencias, que intentaré enviar mediante medios electrónicos aun a riesgo de ser interceptado y castigado, sirvan para que los roussionianos apardalados caigan de su guindo.
Diez días sin verduras ni pescado. Todas estas noches desvelado sin acertar el menú que evite mi flagelo. Todas las mañanas ulteriores de compra vigilada mediante celular en el mercado: coca cola de dos litros, polos de fresa, bollería industrial chocolatada, pintauñas morado, mascarilla pelo, natillas...


Las comidas y cenas con adolescentes son insufribles. Llevo diez días intentando meter un par de frases coherentes entre una cháchara gallinácea de insensateces adornada por muletillas  gongorinas como "¡jo, tía (o tío)!" o "¡qué pasada, tía (o tío)!". Y cuando por fin lo consigo, porque al parecer están deglutiendo a un tiempo, mi hija escupe la comida y me echa en cara que no sé dialogar y que no dejo hablar a nadie. Todo viene a cuento de la historia. Perdón, me refiero a la Historia. Al parecer no tengo ni puta idea, aunque me gane la vida enseñando historia del arte. Por lo visto no hay nada más allá de los libros que estudian en el colegio, de la tele y de la Wikipedia. Después, me callo.
Mientras friego las sartenes, las fuentes, los platos, los vasos y los cubiertos de la cena que he cocinado, pienso en las historias que me contaron en las clases de Franco. Todas ciertas, por supuesto. Yo vivía en un país que no era tal, sino una Patria que reviviría, más pronto que tarde, las glorias imperiales ultramarinas. Una Patria en la que, en contra de lo que veía con mis propios ojos, todos éramos blancos supremacistas. Como mi amigo Montesinos, sin ir más lejos, cuya familia, de etnia evidente, se ganaba la vida vendiendo las antigüedades que encontraba en las alquerías poco vigiladas. Y en estas evocaciones estaba cuando han irrumpido dos de mis amos, los cuales, arropados por sus innegables derechos adquiridos en la sociedad mórbida del bienestar, me han expresado su profundo malestar por no disponer de la marca de golosina de moda sino de su sucedáneo blanco. Humillando la testuz y obrando humildes genuflexiones, he venido a explicarles que la situación económica, en lo referido a la manutención, aborda puertos delicados, aunque no misérrimos. Mis dueños se han mostrado incrédulos ante tal situación puesto que, al parecer, heredar bienes opulentos te apunta de inmediato a la lista de los ricos. Resulta inútil y muy frustrante explicar a esta patulea que, más bien al contrario, con un sueldecillo  normalito, y, eso sí, con una ilusión desmedida, merece la pena apuntarse a un futuro jubilar tranquilo, aun a pesar de algunas renuncias caprichosas. Así las cosas, y para evitar males mayores, les prometo que dispondrán sin falta de la golosina fetén y no la ful, aunque tenga que robarla. Después, asaltan el congelador y se retiran frente al televisor. Yo acepto contento mi destierro en la terraza. Desde ahí, a través de la ventana y de reojo, asisto a un fenómeno digno de estudio que se repite con inusitada frecuencia y que he dado en llamar "incomunicación enormemente comunicada". Los adolescentes sintonizan un canal televisivo en el que una banda de analfabetos, alentados por un presentador iletrado, se gritan zafiedades los unos a los otros e insultan a personajes de la farándula de medio pelo no presentes en el plató, con el mérito innegable de hacerlo todos a un tiempo. De vez en cuando, el realizador del programa barre una panorámica sobre el público, cuyos rostros desvelan profundas lagunas neuronales. En resumen, un programa pensado por unos cretinos en el que otros cretinos vociferan acerca de algunos cretinos para un público de cretinos. Entretanto, los adolescentes, desmadejados sobre sofás y sillones, teclean guachaps sobre las pantallas táctiles de sus teléfonos móviles. Dado que milito en el trasnochado partido de los cibertarugos irredentos (aquellos que, ¡pobres ilusos!, pensamos que la libertad es más importante que la tecnología), no puedo asegurarlo, pero creo que mandan mensajes al exterior pero también lo hacen entre ellos, dando cuenta de lo que ocurre aquí y allá. Al parecer, les resulta más cómodo que hablar, un don que comienza a escasear por falta de tiempo y de vocabulario. Aun así, por no abundar en el pesimismo, he de decir que de vez en cuando intercambian opiniones de viva voz del estilo "¡qué fuerte tía (o tío)!" o el socorrido "¡jo, tía (o tío)!", referidas, según colijo, al programa en cuestión o a algún tuit especialmente ingenioso. Además, esta noche se muestran muy locuaces, imagino que debido a los cuatro litros de coca cola que se han zumbado a lo largo del día: "¡Jo, tías (o tíos)! Este pueblo es un muermo. Habrá que moverse". ¡El corazón casi se me sale por la boca! Tanto es así que por un momento me he mantenido ingrávido un palmo por encima de la silla. ¿Es posible que quede poco para ser liberado? No quiero hacerme vanas ilusiones.
Escribo, por lo tanto, desde el miedo, pero también desde la esperanza. Y a pesar de que siento cierta responsabilidad moral y solidaria de clase, no pienso avisar al próximo padre incauto que acoja a la horda. A todos los cerdos nos llega nuestro San Martín.

Special thanks (in order of appearance): Marina, Antonio, Alejandro, Borja, Irina, Pablo, Olatz y mi querida Paula. Los infantes quedan para otro capítulo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

En verano




En verano me dejo un poco. ¡Qué más da ducharse si te pasas el día entero en el mar! Cierto es que se apelmaza un poco el pelo, como si lo llevases pintado, pero hay quien se gasta el dinero en gomina y viene a ser lo mismo. Eso sí, a veces crías unos animalitos en la cabeza que para mí que son camarones o hijos de otro crustáceo. Y luego está el aspecto, ¡qué gusto da no cambiar de ropa en un mes! Ni afeitarse ni cortarse las uñas. Ni llevar calzoncillos. Calzo unas zapatillas de ir por casa de mujer, con tacón y adornos de flores y plásticos diamantinos. Así recibo a las visitas para que se enteren. Al final te asemejas al huraño Céline al cuidado de sus gatos y espantando judíos. Y que conste que yo no tengo nada en contra de los judíos, los gitanos, los negros, los caucásicos, los tiroleses o los mil leches, que somos mayoría. Ni nada a favor, por supuesto. Y ni unos ni otros acabaron de apartarme del resto de los humanos. Pero cada vez tengo menos ganas de relacionarme con ellos. Así no haré ningún daño.
Me gusta quedarme solo. En casa. Suministrándome la existencia a través de internet.
Miradme. Soy feliz.
Adiós.



¿Mozart o Beethoven?




El primer disco que compré, a eso de los trece años y con dinero de mi padre, claro está, fue el  "Rhapsody in white" de Barry White and The Love Unlimited Orchestra. El segundo, el disco rojo de The Beatles, que también pagó mi padre, claro. El de los Beatles lo conservo hasta hoy. El de Barry White me lo levantaron en alguna fiesta, pero lo recuperé hace tres años en una tienda de segunda mano por un par de euros. Por supuesto, estamos hablando de vinilos de 33 rpm. Este disco, demasiados años después, me parece buenísimo. Mi sobrino-hijo Nacho dice que es música de follar. Y puede que tenga razón, pero, ¿qué mejor que una música con la que te entran ganas de follar? Pues la hay: la música con la que lloras. Hoy se me ha caído la lagrimita con las Sonatas Patética,  Claro de luna y Appassionata de Beethoven, interpretadas al piano por Wilhelm Kempff para Deutsche Gramophon. Es lo que tiene ser pedante y sensible, que te vuelves medio nena y no hay manera de competir y ganar dinero. Ya no sirves ni para ligar, porque las chicas los prefieren del tipo shore, tatuados y subnormales. El caso es que estaba en el cuarto de baño, de pis mientras se pochaban la zanahoria y la cebolla de la salsa, cuando se me escapó la sal por los lagrimales en el segundo movimiento Adagio cantabile de la Patética. Y la culpa no la tuvo la cebolla, no, sino la música de Beethoven maravillosamente coreografiada por la levísima y cantarina torrentera de mi orina y la belleza del escenario. Entraban haces cálidos de luz a través de la persiana, estrechas franjas reflejadas en el suelo. Más allá, al otro lado del pasillo, veía la cómoda de mi antiguo dormitorio, heredada de mi abuela Antonia. (Para que se entienda esta circunstancia, he de decir que no soy muy dado a cerrar la puerta del baño. Sobre este dato, interesante sin duda, me extenderé en otro artículo si me lo requiere el nardo). Encima de la cómoda descansan algunos objetos de mi agrado: un cartabón de madera, dos botellitas de perfume rellenas de minúsculos cristalitos y minerales de colores pulidos en la orilla de la playa, un pequeño broche modernista de un caballito trotón muy estilizado, uno de mis muchos tomos de ejercicios espirituales para todos los días, editados en 1847 y cuyas hagiografías me confortan enormemente antes de dormir, un misal encontrado por la calle y engordado con estampitas y necrológicas, una plancha de  de viaje de 125 W y no más de quince centímetros de eslora, una maquinilla de afeitar eléctrica Phillips de baquelita de un solo cabezal, una piedra, cuatro cajas con negativos fotográficos de cristal, una muñeca de porcelana con el cráneo hecho trizas, una bandejita  con los restos del cráneo de la muñeca de porcelana y sus ojos bulbosos, otro brochecito folclórico de ganchillo que representa a una pareja de cuáqueros, fotos de comunión de mis hijos y una escribanía en la que reposan varios objetos encontrados en el suelo como una foto sepia de un desconocido muerto con seguridad, una entrada al jardín botánico de Madrid, un botón de abrigo, plumas de aves diversas, un sello, dos monedas, una navajita de pata de cabra con pezuña y pelo, una caperuza de boli verde mordida y, al lado, un monedero hecho con dos conchas nacaradas que parece una vulva cuando lo abres y un pedacito de hábito de la madre Maravillas, acompañado de una foto de la susodicha, que era muy fea y que mi madre escondió debajo del colchón para que aprobase el selectivo. Y todo esto sin contar lo que guardo en los cajones. Ni con las otras centenas o miles de trastitos heredados, regalados o encontrados que guardo por todas partes. Entreveo mis objetos queridos, escucho a Beethoven, orino y lloro un poco. Pero es que anteayer lloré un poco mientras escuchaba el Requiem de Mozart y tostaba unas brochetas en la brasa y echaba en falta a un viejo amigo. Y entonces me sobreviene la pregunta chorra: ¿y tú de quién eres, de Beethoven o de Mozart? ¿De Barry White, de los Stones o de los Beatles? Y me respondo, pues depende.











Rumbo de colisión


Las leyes del mar detallan qué debe hacer un timonel cuando su embarcación entra en rumbo de colisión. Hay un montón de factores que deciden qué barco ha de cambiar su rumbo para no colisionar y, en el peor de los casos, irse a pique. Depende de su categoría, si es velero o no lo es, de su tamaño, del rumbo por el que navega y hasta de cómo toma el viento. Pero lo cierto es que siempre es el barco chiquito el que se aparta, porque ¿qué tiene que hacer un bote de remos frente a un inmenso buque petrolero?
El pez grande se come al chico.
Los niños esmirriados evitábamos provocar a los grandotes. Respetábamos su espacio físico, no fuera a ser que nos comiésemos una hostia.
Lo grande prima, es masculino.
Caballo grande ande o no ande.
Enormes rascacielos con  dormitorios del tamaño de San Marino, camas como campos de fútbol y pantallas de plasma como containers en las que caben más presentadores que en un televisor normal.
Tenemos grandes amigos y un gran amor.
Cuando un gran autor no está a la altura ha realizado una obra menor.
Soy consciente de que generalizo y de que hay cosas pequeñitas muy valoradas por la ciudadanía, pero ahora mismo no se me ocurre ninguna. ¡Hasta los teléfonos móviles son tan grandes que no caben en el bolsillo!
Cuando se dice aquello de que "las mejores esencias se guardan en frascos pequeños", no hacemos más que intentar consolar a los bajitos. Lo sé de primera mano. Y el caso es que puedo llegar a entenderlo, porque las cosas pequeñas ocupan mucho espacio. En todas las casas hay algún cajón lleno de trastitos que no nos atrevemos a tirar a la basura. Chismillos que nos llevamos con nosotros cuando hacemos mudanza. Son aquellas pequeñas cosas... barajas incompletas, botones, clips, lápices muy gastados, mordidos y sin mina, auriculares del tren, cintas de casete que nunca escucharemos porque ya no tenemos dónde, tarjetas de visita de bares que ya cerraron, cables variopintos, llaves huérfanas de cerradura, la pierna de un muñequito desmontable de un huevo Kinder sorpresa, un peine mellado, tres conchas de la playa, etc. Hasta que un buen día tomamos una decisión drástica y valiente: volcar el contenido del cajón en una caja de plástico grande y esconderla debajo de la cama. Y es que las cosas pequeñas ganan mucho cuando se almacenan en contenedores grandes.
Hace años, en una de mis visitas museísticas a Madrid, quedé con mi amigo Fernando,  que por ahí moraba en una corrala de catorce metros cuadrados. Mi amigo me contó que se había echado una novia bailaora de flamenco y que, esa misma noche, podríamos ver cómo bailaba en el Corral de la Pacheca. Y allá que fuimos. Después de bebernos unos finos al precio de un Lamborghini la botella, la novia de mi amigo subió al escenario acompañada por un cuadro de músicos y cantaores. "Es la del traje rojo", me dijo Fernando. ¡Aluciné! ¡Fernando el esmirriado con semejante pibón! No era posible. ¡Pero si no le cabrían las piernas en la camita de la corrala! Obnubilado, pero también algo envidioso, admiré el taconeo de la novia de mi amigo. Sin duda, se trataba de una mujer de raza, preciosa, sensual. Cuando acabó el espectáculo aplaudí a rabiar. No entendía nada. Creí haberme enamorado de la novia de Fernando. No nos quedaba otra que matarle, descuartizarle, depilarle las piernas y pintarle las uñas de los pies para que la policía pensase que se trataba de un travesti, y, una vez desperdigados convenientemente sus miembros por la Casa de Campo, vivir felices el resto de nuestras vidas en un lugar remoto y exótico como Murcia. "¿Qué te ha parecido? ¿Te ha gustado Gloria?" En la gloria estarás tú de aquí nada, pensé, pero, educadísimo, le contesté que era muy guapa y que me alegraba mucho por él y que si me invitaba a otra botella de fino por favor.
Al cabo de una media hora, Gloria salió del camerino y se acercó sonriendo a nuestra mesa. Todavía estaba maquillada, pero vestía un traje negro muy ceñido. Estaba más bonita que encima del tablao. Pero entonces ocurrió lo que he dado en llamar "perspectiva cónica oblicua a la inversa". Este extraño fenómeno visual empequeñece el objeto que se aproxima. Por resumirlo de un modo elegante, Gloria no levantaba del metro cincuenta. Muy guapa y proporcionada, sí, pero pequeña. La grandeza de Gloria era el marco del escenario.
Soy un tipo pequeño. Me gustan los objetos pequeños, siempre que no estorben. Aunque creo que este texto se me ha ido un poco de las manos. Llevo un rato a la deriva. Como aquel barquito en rumbo de colisión (¡qué bien traído). Aquel barquito que maniobra presto ante la alerta de ser abordado por el gigantesco carguero. Y entonces, ¿por qué los putos amos de los putos perros pequeños contravienen las leyes de la naturaleza y el sentido común? ¿Por qué yo, el infatigable compañero de paseo de perromierda, he de cruzar de acera cuando me cruzo con un chuchito ladrador y su amomierda? Estoy hasta la coronilla. Le voy a hacer un seguro a terceros a Mago. Que lo firme con la pezuña. Y después, ¡a jugar con los ratoneritos! ¡Lo bien que me lo voy a pasar! Me temo que más de uno se irá a pique.

lunes, 29 de julio de 2013

Isa y Ana



Ana me pide que le escriba alrededor de doscientas palabras de una narración que comience con la frase: " El teléfono sonó a las tres de la madrugada". No sé si he llegado a las doscientas, pero he escrito esta chorrada en el cuarto de baño, después de comer.

El móvil sonó a las tres de la madrugada. Lo tenía en la mesita de noche. Estaba desvelada. Supuse que era mi hija que había salido con sus amigos. Me asusté un poco cuando vi en la pantalla que no era su teléfono.

- ¿Sí?
- ¿Ana?
- Sí, soy yo, ¿quién es?
- Soy Isa.
- ¿Qué Isa? No conozco a ninguna Isa. Creo que te has equivocado.
- Venga Ana, no te pases que estoy jodida de verdad. Necesito hablar contigo.
- Lo siento, pero de verdad que no conozco a ninguna Isa y no soy la Ana a la que buscas.
- Entonces, ¿no eres Ana Romeu?

Ana Romeu. Recordé ese nombre.

- ¿Preguntas por Ana Romeu? Yo conocí a una Ana Romeu. Iba a mi clase en el San Vicente Ferrer.

Tras un breve silencio, Isa preguntó.

- ¿Cómo te llamas? Me refiero al apellido.
- Ana, Ana Bernad.
- ¡Ostras Ana! ¡Qué casualidad! Soy Isa Bergamín. ¿Te acuerdas?
- ¡Isa! ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo sabes mi teléfono?
- No lo sé. He marcado el de Ana Romeu y me has contestado tú. Sabes, no tengo su número grabado. Mi marido no quiere que hable con ella. Piensa que es una mala influencia.
- Tendremos números parecidos.
- Sí, supongo.

No sabía cómo continuar. Recordaba muy difuminado el rostro de Isa. Era guapa. Y buena estudiante.

- ¡Cuánto tiempo!
- Sí.
- Entonces, ¿estás casada?

Hubo un silencio embarazoso. Para evitarlo le pregunté a Isa:

- ¿Te casaste con Fernando? Era un buen tipo.

Fernando era el novio de Isa en tercero de BUP.

- No... no. Pero sí que recordarás a mi marido. Me casé con el padre Ismael.

Me quedé a cuadros.

- ¿Con el padre Ismael? ¿El cura?
- Sí. Y parece que está recuperando el tiempo perdido.

Isa y yo hablamos un buen rato. Al día siguiente merendamos juntas. Hablamos del cole. También de su marido, el excura. Retomamos una vieja amistad.
Mi hija había llegado sobre las cinco, sin problemas aparentes.

jueves, 27 de junio de 2013

Perromierda, mi musa



Cuando yo era un niño, allí en el pueblo, tuvimos muchos perros de todos los tamaños y pelajes. A mí me gustaban todos los animales: los perros, los gatos, los conejos, las gallinas, los cerdos, las cabras, los ratones, las palomas, las lechuzas, las abubillas, las golondrinas, los gorriones, las lavanderas, las ranas, los sapos, las serpientes, las lagartijas, las salamanquesas, los caracoles, las babosas, las luciérnagas, las mariposas, los saltamontes, las mantis, los grillos, las escolopendras, los ciempiés, los bichos bola, las tijeretas, las abejas, las moscas, las arañas... Me encantaban las arañas. No tanto los mosquitos, las avispas y las hormigas. Los mosquitos tienen un zumbido que molesta por las noches. Las avispas se cuelan entre las gafas y el ojo cuando pedaleas en bici y te pican en el párpado que se te hincha y no ves nada y pareces gilipollas. Las hormigas son caso aparte. ¡La de horas que he echado observando a las hormigas! Esta labor entomológica de campo me llevó a concluir que las hormigas son clasistas y racistas. Existen muy diversas especies de hormigas que, como especialista que soy, definiré en términos científicos empero asequibles para el vulgo: negras gordas, negras chicas, negras delgadas con las patas largas que corren que se las pelan y rojas pequeñas. También están las que vuelan, pero yo creo que son subespecie o mutación. Las negras gordas son las peores. Se subdividen en castas: currantes, soldados hija putas y reina. La reina no pega chapa y se dedica a poner huevos. En esto se parece un poco a la de España. Las currantes trabajan de sol a sol, arrastrando trocitos de otros bichos, semillas y caca para aprovisionarse para el invierno. En este punto no entraré en metáforas porque no casan. Los humanos hacemos lo mismo, pero para el verano de nuestros hijos. Y, por último, las soldados hija putas. Estas hormigas triplican en tamaño al resto de su familia. Poseen un enorme cabezón rojo y unas mandíbulas potentes. Más de una vez dejé que me mordiesen por el placer de levantarlas con la yema de mis dedos. Dolía. Las hormigas currantes, a fuerza de caminar arriba y abajo, desbrozaban un pequeño sendero. Las soldado cabezonas vigilaban las lindes. A las que se salían del carril las castigaban a bocados. Las reincidentes morían desmembradas. Pero no en balde, porque sus protórax, patitas y antenas servirían de alimento invernal a su familia. Y ahora no comparo por evidente. Y, si esto hacían con sus congéneres, imaginad con sus rivales. Atrocidades. Baste decir, para evitar truculencias, que no convenía merodear por la entrada del hormiguero si no eras de las suyas. Para terminar lo que pretendía ser una breve y amena digresión, quiero agradecer a las hermanas hormigas todas las tardes de infancia en las que disfruté de cómo ordeñaban a los pulgones, cómo arrastraban cadáveres que quintuplicaban su propio peso o del profundo amor por la libertad que imbuyeron en mí sin que fuese su intención.

La única diferencia entre los perros, los gatos y el resto de animalitos del Señor, es que a estos no se los mataba, ni para comer ni por gusto. Perros y gatos se llevaban bien. De hecho, ninguno estaba por encima del otro en la escala jerárquica. He visto a perros y gatos comer y dormir juntos. Tampoco resulta extraño entre animales que han nacido y se han criado a la par. Los perros guardaban la casa y hacían compañía. Los gatos se comían a los ratones y hacían compañía a veces. Tanto los unos como los otros eran fruto de los amoríos mestizos, muy a menudo intergeneracionales, de un árbol genealógico que  se perdía en la memoria de mi familia. Esto, como se sabe, es lo natural entre los mamíferos que habitan el planeta, salvo, quizá, lo del incesto entre homínidos, porque a la larga te salen los niños tontos. O eso dicen.
Para evitar confusiones, mi familia, sin ningún otro precedente de pragmatismo ni la intención de perpetuarlo, llamaba a todos los perros Caruso o Chelín, y a las perras, Morita; a los gatos, Minín, y a las gatas, Minina. Las nuevas generaciones, influídas sin duda por las series de televisión y películas americanas, comenzamos a llamar a los perros Bobby, Black o Tom, y a las perras Marilyn, Gilda o Grace (pronunciado Greis). A los gatos los llamábamos Minín y a las gatas Minina. También tuvimos un perro Ruski, un Max, un Campeón y un Lobo. Y muchos otros.
Ruski murió a los diecisiete años, sordo y desdentado. Le hacían papillas para comer. Me gustaba mucho hacerle la puñeta para que me gruñese y me enseñase las encías sin dientes. También me acercaba sigilosamente a sus espaldas, cuerpo a tierra, y le pegaba unos sustos de muerte. ¡Pobret! Ruski me llevaba a lomos, como si de un caballo se tratase, cuando yo era pequeñito, y lo puteé de mayor pero bien. Campeón, al que yo llamaba Subcampeón para que no se lo creyese, me mordió en la cabeza. Fue cuando aprendí que no conviene putear a un viejo perro artrítico. Sobre todo si aún conserva sus dientes.
A estos perros se les quería mucho y, por lo tanto, se los educaba a palos cariñosos. Un perro, me dijeron, es un perro. Y está para lo que está. Y es verdad. No se trata de quebrarles el lomo a leñazos, pero tampoco de tratarlos como niños malcriados.
De un tiempo a esta parte se han puesto de moda en la tele unos programas en los que se educa a los perros y a los humanos a convivir en armonía. ¡Como si no lo hubiéramos hecho desde los tiempos de maricastaña! En cualquier caso, los métodos que utilizan los adiestradores no difieren demasiado de los que se han llevado siempre. Si acaso, se han puesto al día. A los perros, en lugar de atizarles, se les da simulacros de mordisco  o  pataditas. Por lo menos mientras están delante de la cámara. Y a los humanos se les sugiere comportarse como tales, es decir, obviando su brutalidad innata o huyendo de un amanerado civilismo. Se trata de no matar a los animales por defensa, deporte o espectáculo. Y de que los animales comprendan estas circunstancias. Pero es que los animales no acaban de entenderlo, porque se deben a sus instintos. Y los bichejos humanos... pues lo mismo, unos seres capaces de hacer de la tortura un espectáculo. ¡Ya me contarás!
De acuerdo. Parte de mi formación como bicho consistió en matar a otros bichos. Pero cada vez quedan menos. Yo ya no mato ni a las bacterias, para desconsuelo de mis cercanos. Pero no consiento equiparaciones poco naturales. Por el bien de todos. A un perro no se le viste de abriguillo cuando refresca, porque le avergüenza. Los perros huelen pises y mierdas, y, a veces, se las comen. Se revuelcan en la peste y lamen sus cojones. Los perros aúllan. Los perros muerden. Y apestan, de boca a culo. Un perro es un perro, se quiera o no. Son animales de poco entendimiento, muy por debajo del de los gatos o de algunos periquitos. A mis gatos, y tuve muchos hasta la alergia de mi hija, nunca tuve que explicarles dónde cagar o cuándo acercarse a mí. Sabían de mis cambios de humor y los respetaban. Mi periquito Berto volaba libre por la casa. Sólo volvía a su jaula, que permanecía siempre abierta, cuando tenía hambre, sed o ganas de deponer (conozco algún sinónimo). Bien es verdad que alguna caquita dejaba caer en la parte superior de los marcos de los cuadros, donde se posaba a menudo, pero se trata de un sitio discreto, en el que apenas se ven. Berto me recibía todas las tardes cuando regresaba a  casa. Conocía el ruido de mi llavero y volaba hasta la puerta para posarse en mi cabeza en cuanto la abría (la puerta, no la cabeza). Entonces me decía "Toni bonito", y después se colgaba con el pico de la patilla de mis gafas y no se separaba de mí hasta que me iba a dormir. Adiestrar a Berto me llevó un par de meses. Que Mago, mi afable perromierda, entendiese que no se debe cagar dentro de los zapatos de vestir me llevó, como poco, seis o siete meses. Aun ahora, que ya tiene siete años, no acaba de comprender que hay personas a las que no les apetece que le arrollen treinta y pico kilos de cariño baboso.
A Mago lo saqué de la perrera y, quieras que no, lleva en la sangre sus orígenes arrabaleros. Para entendernos, Mago no es un perro fino. Mago se tira unos pedos que tumban. Más de una vez, de viaje en el coche, hemos estado a punto de caer en la inconsciencia y dar vueltas de campana por culpa de un cuesco traidor. Mago, el perromierda, cuando llueve piensa que le están balaseando como a un narco mexicano. Mete el rabo entre las piernas, busca el abrigo de las cornisas y me empuja para desalojarme del paraguas. Mea y caga deprisita, si es que no se aguanta, y tira para casa como alma que lleva el diablo. Creo que Mago, como los galos, teme que el cielo caiga sobre su cabeza. Una vez a refugio, el puto perro centrifuga y moja a la familia, las paredes, los muebles, los libros y todos los chismes de tecnología punta que abundan en mi casa por doquier. Mago, mojado, apesta. Viene a ser como si hubieran destapado los arbellones del averno.
Pero lo mejor de esta tontería, la moraleja, es que todos los perros son perromierdas, tengan o no raza (siempre transgénica, todo sea dicho de paso). Todos se tiran pedos y apestan. En ese sentido, todos merecen la pena, aunque algunos salgan más caros que otros (de esto de comerciar con seres vivos ya hablaré en otro momento). Ya me lo enseñó el facha  del Disney cuando vi "La dama y el vagabundo", a eso de los ocho años. Porque, por una vez y sin que sirva de precedente, Disney acertó un poco. Golfo, el prota, es un perro mestizo y, por lo tanto, asquerosamente despreciable. Un puto mulato, pero... ¡tan encantador! Golfo se enamora de Reina, una cocker pija que se ha perdido por las calles. Reina descubre que la chusma, es decir, los perros vagabundos y los de pueblo, no son mala gente. Y, como siempre ocurre, se enamora del atractivo canalla. Y al final, porque el resto de la historia es paja, Golfo y Reina tienen una camada numerosa y encantadora de Golfillos y de Infantas y deciden vivir en la opulenta caseta de la madre porque, por mucho que te pongas, siempre es mejor vivir como los ricos que como los pobres, que son feos porque tienen una dieta desequilibrada. Fin de la vida de canalla para Golfo, que ya ha pegado el braguetazo y prefiere la estabilidad a la libertad, como Dios manda. En lo que acertó Disney es en que se puede querer igual a un perro del Cabanyal que a una perrita de la Gran Vía. Sobre todo si el del Cabanyal se casa con la de la Gran Vía y se van a vivir con los dueños de ella.



sábado, 8 de junio de 2013

Nacho


Mi sobrino Nacho, a quien considero mi hijo mayor, se ha ido a Chile. A buscarse la vida. Mi hijo Nacho es ingeniero de caminos, carrera jodida donde las haya. ¡Tantos años dándole golpes con un palo grueso en la cabeza (por su bien) para esto! Hace muy pocos días, Nacho cumplió veintisiete años en Santiago de Chile. No entraré a valorar lo trágico de la emigración forzada ni lo que opino de quienes han provocado esta situación. Baste con reproducir cómo denominó esta terrible fuga de cerebros la hija de la gran puta de su puta madre y el cabrón de mierda de su mierda de padre de su puta madre de la ministra de trabajo, una tal Fátima Báñez que, como he dejado traslucir sutilmente, no goza de mi simpatía: "movilidad exterior".
Hoy, una tertuliana tipeja de una de los cientos de emisoras de radio ultras se ha congratulado de esta situación aduciendo que son muy pocos los nacionales emigrados, tan sólo (según ella) un exíguo 9%, mientras que la mayor parte de la pretendida fuga de cerebros se trata, para disgusto de la patulea roja, de inmigrantes que regresaban a sus países de origen. El argumento me envenena la bilis por diversos motivos. El primero y principal porque opino que la señorita, sobre gilipollas, es subnormal y que, para colmo de mi encabronamiento, se gana la vida sobrada. Ella no emigra, no. El segundo, porque presupone que nos alivia el exceso de inmigrantes, todos gentuza, putas o proxenetas. ¡Bien que les vino que se cayeran de los andamios cuando construían sus adosados vertedero en la orilla de la playa! Racismo elemental. Y tercero, porque no hay cosa que más me joda, a estas alturas de mi vida, que la ignorancia atrevida.
Por desgracia, querido lector, estamos rodeados de ignorantes. Y por desgracia, bienamado lector, los ignorantes mandan. Rajoy, considerado un orador enorme por la caverna, no acaba un participio con de en sus discursos. Todo son "educaos",  "recortaos" o "imputaos". El otro día le oí decir "adecúa", señal de mentecatez sublime para quienes respetamos las palabras. Este es el presidente del gobierno. El de los hilillos de plastilina del Prestige. El de la teoría de la conspiración de Ansar. ¡Joder! Mi hijo solo, a miles de kilómetros de distancia, y estos cabrones a tiro de AVE, libando gin tónics a tres euros en la cafetería del Congreso. Siento parecer un golpista, pero algo habrá que hacer.