domingo, 21 de abril de 2013

A perfect day

Es sábado. Me he levantado temprano y se me han perdonado todos mis pecados. Desayuno pastillas y café con leche. Hago camas y veo en la tele una película bonita. Hace un día espléndido, de solete sin calor, así que, después de ducharme, bajo a la peluquería. Yo nunca voy a la peluquería con el pelo sucio. Saludo a Santi, el peluquero: ¿Cómo estás? ¿Cómo voy a estar?, me contesta. ¡Mejor que nunca! ¡La vida me sonríe! Hace sol, me encanta mi trabajo y adoro a mi familia. ¿Qué más puedo pedir? Santi es un tipo cojonudo. Salgo de la peluquería ligero de moño y henchido de optimismo. Después, me doy una vuelta con el perromierda, que se comporta anormalmente bien. Los vecinos me saludan sonrientes a cámara lenta. Los niños del parque evitan balacearme con sus balones. Los conductores respetan los pasos de cebra. Los abuelos se quedan quietecitos en sus bancos, sin dar la murga. Y no hay polis en lontananza. A estas alturas, empiezo a mirar los balcones, no vaya a ser que me caiga una maceta y me reviente la crisma. ¡Esto es muy raro! Pero, a pesar de mis desconfiados presagios, regreso a casa sin percances. Y no sólo eso, los carbonara (sin nata, por supuesto) me quedan de miedo. ¡Esto es muy raro! ¡Pero que muy, muy raro! Lo mejor será leer un ratito y pegarse una siesta, no vaya a ser que la cosa se tuerza. Y así lo hago.
Cuando despierto, me hago un té y me asomo a la ventana de la cocina. Una gaviota espanta a las palomas que anidan en la cornisa del taller de enfrente y se come los nidos. La gaviota es un animal muy hijo de puta. Pero es un espectáculo muy hermoso, como del National Geographic.
De modo telegráfico, por no aburrirme, resumo el resto: Documental sobre el No-Do franquista en la UHF. Stop. Caca óptima. Stop. Paseo con Ana y con mileches sobre un fondo de crepúsculo garanza. Stop. Solomillo con salsa roquefort cocinado por mi hijo. Stop. Peli de zombies y a la cama. Stop.
Lo dicho. Un día perfecto. Mejor, imposible.

domingo, 14 de abril de 2013

Breves apuntes sobre el devenir reciente de los borbones en España

Hace tiempo que no escribo sobre la monarquía española. Es que no me sube sin el    regustillo corrosivo del garrafón. O sea, que ni ofende ni me van a multar. Vamos, que no me erotiza. Y así no tiene gracia.

La monarquía, siempre lo dije, es casposa. No soy creyente y, por lo tanto, no puedo defender un sistema basado en la Gracia de Dios. Así justificó Franco su Régimen en las pesetas rubias y así lo heredó este Rey sospechoso. Heredó el cargo del Dictador después de haber disparado a su hermano sin querer. Después nos libró, bajo sospecha de imbecilidad participativa, del Golpe de Estado del 23-F. Esto le supuso un prestigio fingido. Entretanto, el mentecato también heredó de su padre una fortuna suiza robada a los panolis que lo creían pobre de solemnidad. Rico, escaso de curro y querido por el populacho, el Rey se dedicó a follar. Con su mujer, la Reina griega, soberbia y corta de castellano, engendró dos hembras y un varón. La niña mayor, subnormalita la pobre, casó con un alargado que vestía de papel decorativo de paredes y que físicamente parecía más Borbón que los propios Borbones. El estirado Marichalar, que no hubiera pasado un leve tacto frenológico, resultó ser un drogadicto presuntuoso. En esto, se parece un poco a mí. Aunque a mí de momento no me ha dado un ictus, porque no combino el gimnasio con la cocaína. La infanta tontita y el taradete tuvieron un niño que se disparó en un pie a la tierna edad de catorce años, ahora, eso sí, con el consentimiento del padre. No en vano el niño, Froilán de Todos los Santos del Santoral, es un digno sucesor de las extinguidoras aficiones cinegéticas de su abuelo. Su abuelo, el Rey, mató unos cuantos elefantes en Botsuana y se fotografió junto a una de sus presas y un guía andrógino. Ya de noche, en el opulento lujo del resort africano, se tiró a su puta ocasional (o quizá no tanto), una tal Corinna, y se rompió la cadera cuando iba a mear. Esto, lo de las putas y las fracturas, no es nada nuevo. Al Rey le gustan las mujeres y se craquela los huesos frecuentemente. El Rey Juan Carlos tiene fama de tipo llano. Corre la leyenda urbana de que recoge a motoristas averiados en la cuneta. Se quita el casco y los auxiliados flipan: "¡Oh, macho, es el puto Rey! ¡Es que lo flipo!". Y mola mucho en su llaneza beoda, con ese frenillo milleches: "Oz boy a contad un chiztez, jurl, jurl". De vuelta a las mujeres, en este país, como en la Italia a de Berlusconi, se ha justificado con envidia el papel del putero poderoso. Así, al monarca se le han jaleado los amoríos, ciertos o fabulados, con artistas de muy diversos pelajes. Una de ellas, actriz de porno soft, denunció amenazas por parte del CNI (Centro Nacional de Inteligencia) cuando quiso hablar de estos asuntos. Parece que estas aventurillas ya no resultan tan simpáticas a la vista de los últimos acontecimientos, de los que se dará cuenta tras unos breves datos genealógicos que nos facilitarán la comprensión de los mismos. Ya se habló de don Juan, padre del Rey, que dejó una herencia en Suiza ahorrada merced a unos pardillos que lo creían misérrimo, aun a pesar de vivir en un exilio palaciego. Don Juan no reinó porque el Generalísimo Franco se encaprichó de su hijo, al que consideraba más dócil. El Rey juró fidelidad a los principios del Movimiento y, muerto el dictador, se los pasó por el forro y reinó. A este perjurio se le llamó Transición, que por poco se va al garete por culpa de unos generales y un guardia civil que, por lo visto, malentendieron al Rey a causa de su dicción defectuosa. El Rey, como ya se dijo, tuvo dos hijas y un hijo, el heredero de la corona. De la hija mayor ya se dio cuenta. La segunda, la infanta Cristina, se casó con un apuesto jugador de balonmano. Y el tercero, el príncipe Felipe, tomó por esposa a una presentadora de televisión divorciada. De entre toda esta patulea de vivos, muertos y deshauciados, los que parecían más normalitos, dentro de su absoluto pijismo, eran la segunda infanta y el balonmanista. Por lo menos, disimulaban ganarse la vida. Pero resulta que el olímpico era avaro y vanidoso, y ella... ¡qué sé yo! Consentidora como poco. Así, valiéndose del duquesado, el atleta bonito medró entre chorizos, presidentes y alcaldesas peperas procurándose unos pingües de dinero público. Tarados, puteros, cazadores, ladrones, drogadictos, antipáticas, feos... esto es la monarquía.  

Total, que fachas aparte, parece que hay un cierto cabreo con los borbones. Aunque también existe alguna conmiseración con respecto a alguno de los miembros de la familia (¡pobre Reina engañada! ¡pobre infanta imputada!). Pero, como muy bien escribió Stefan Zweig, la piedad es peligrosa. La monarquía es una ridiculez. Nada arreglaría una abdicación más o menos prematura. Hoy, catorce de abril, sigo gritando, a pesar de los advenedizos oportunistas: ¡Viva la República! ¡O no!

(14 de abril, Día de la República)

lunes, 8 de abril de 2013

Trenes y otros asuntos

“La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio”
Octavio Paz

“Bien cierto es que el trabajo, de por sí, no es malo. Tampoco se quiere decir que sea bueno. El trabajo puede ser bueno a veces, como la lluvia o como la calentura”
C.J.C

“La erudición es como un sarpullido”
F.V

“El usuario que ha subido este vídeo lo ha bloqueado en tu país”
Youtube

Mi buen amigo F.V. –erudito compilador de insomnios solidarios, de añejos y evocadores aromas a zahúrda y de guisos sabios- me regala, entre otras muchas líneas, las siguientes:

“Algunas de esas cosas que encontramos, o nos encuentran, que casi es lo mismo, tienen la mirada perdida de quien se equivocó de andén, de tren, y de camino, y cuando llegan no ven por ningún lado a quienes buscan, y olvidan, tristemente, al marcharse las maletas. Luego, a uno le toca hacer de jefe de estación, y hasta de mozo de equipajes, para enmendar el desorden y el desastre, y que la vida vuelva a la exactitud ferroviaria que le corresponde, y todo retome el tiempo y el lugar que le guardaba el destino.
 De todas esas cosas, y me repito, encontré estas que iban hacia tu vigilia, y llegaron a la mía. Te adjunto una relación de las reenviadas al apeadero que lleva tu nombre, para que no se extravíen de nuevo”

Y adjuntos me envía dos carteles polacos –siempre extravagantes y hermosos- de las películas de Billy Wider “Con faldas y a lo loco” y “El crepúsculo de los dioses”, una fotografía de la cuadrilla de los enanitos toreros, otra de Monet, solo en Giverny, y un enlace a Youtube censurado en mi país (F.V. vive en Torrent, y quiero suponer que ha visto el vídeo sin problemas, lo que corrobora mi teoría de que Torrent es otro mundo).

Me gustan los trenes y las estaciones de tren. Mi abuelo paterno era ferroviario. En mi infancia abundan los trenes: trenes de juguete, trenes aritméticos (“Dos trenes parten al mismo tiempo, uno al encuentro del otro, de dos estaciones A y B, separadas entre sí por una distancia de 100km. El tren que sale de A lo hace con una velocidad constante de 180 km/h; el tren que sale de B lleva una velocidad, también constante, de 40 m/s. ¿Cuánto tiempo tardan en cruzarse? ¿A qué distancia de la estación A se cruzarán?”) y trenes como metáfora de la vida. En el tren de la vida podías ejercer de máquina, de vagón de pasajeros, de vagón de carga, de furgón de cola o, como dejases pasar tus oportunidades, de tirado en el andén. O eso me contaban mis profesores.
De entre todas estaciones de tren, las que más me gustan son las abandonadas. También me gustan los cines sin público, los barcos varados, las fábricas de ladrillos oxidados y manómetros a cero, las casas deshabitadas y los despoblados. En las estaciones, los cines, los barcos, las fábricas, las casas y los pueblos abandonados siempre hay papeles agujereados de lepisma, chismes arrumbados y manchas de humedad de color amarillo isabelino*. He tenido la suerte de explorar cines abandonados, tanto de pequeño como de mayor, venciendo a medias, por falta de manos, mi afán expoliador (debería alquilar furgonetas con chófer bracero). Y un buen número de apeaderos olvidados, bien por desuso bien porque automatizaron el paso a nivel. Y tanto en apeaderos ausentes, salas de cine sin programa, barcos sin tripulación, fábricas inservibles, casas desocupadas o pueblos desiertos me he encontrado de miedo. Pero de miedo del bueno, porque (no me preguntes por qué, mi único y querido lector) se da la paradoja de que no creo en la vida ultraterrena pero sí en los fantasmas y, sin embargo, no les tengo recelo alguno. A mí, los que me dan pavor son los vivos, como en las buenas pelis de zombis (¿hay alguna mala?). Los espíritus no son la peor compañía. (Por cierto, qué cinematográficos resultan los espectros de los jefes de agujas, espectadores, gavieros y grumetes, inquilinos y concejales mareados entre la vida y la muerte).
Me encanta estar solo, como ya dejé escrito. Solo, como Monet en Giverny. O poco y bien acompañado. No creo ser un caso extraño. De pequeño fui un niño solitario, lo que no implica tristeza insociable. Era feliz, muy feliz, con mi abuelo, mi amigo y mis bichos. Durante la adolescencia, me contagió la manada. Por suerte o afinidades, caí en la troupe de los bobochorras, unos tipos que me condenaron a ser quien soy. En la banda, entre otros, estaba Manolo Celis, nieto del fundador de la cuadrilla cómica “El Bombero Torero y sus Enanitos Toreros”, con quien, a decir verdad, tuve una relación de camaradería pero no de amistad profunda. Hace muchos años que no sé de él. Ahora, siento de nuevo la necesidad de soledad. Leí hace poco, en la sala de espera de mi dentista, una revista reciente, de apenas dos años de antigüedad, en la que se aportaba un listado de las diez cosas que nos hacen felices en la madurez. El estudio, empíricamente científico dadas sus prestigiosas (aunque manoseadas) fuentes (revista “Muy Interesante”), enumera y explica estos diez anhelos. Uno de ellos es la búsqueda de una soledad elegida. El artículo explicaba que vivimos en una sociedad extrovertida, que sobrevalora las relaciones gremiales y que, a cierta edad, deseamos una tranquilidad íntima que encontramos en la soledad. Y no seré yo quien dude de las conclusiones de tan acreditada publicación (sobre todo cuando apoya mis tesis). Lo cierto es que pretendo justificar mis pocas ganas de relacionarme más allá de mi trabajo. Quizá, después de todo, no sea tan malo perder algunos trenes y verlos pasar desde el andén de un apeadero sin parada, abandonado.  

* La infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y de su tercera mujer Isabel de Valois, fue la que dio nombre al color isabel o isabelino, un color tirando a amarillo, nombre inspirado en el tono de su camisa, que la infanta había prometido no mudarse en todo el tiempo que tardaran las tropas en entrar en Ostende. Y las tropas tardaron tres años.