domingo, 18 de noviembre de 2012

Lo juro por Dios

Anteayer asistí a uno de los espectáculos más repugnantes de los que he sido testigo. Regresaba a casa en el autobús después de un día de mierda. Mediada la Avenida del Puerto subió un grupo de niños, entre los diez y los doce años aproximadamente, acompañados por un joven en chandal y un curita de clerygman. Los niños venían de jugar al fútbol, con pantalón corto de deporte y una camiseta en la que se leía el lema "Jornada Internacional de la Familia, Valencia 2006", adornado por un dibujito postconciliar. Algunos niños y el jovenzuelo, posiblemente el entrenador del equipo, se quedaron de pie en el centro del autobús. El curita y un par de niños se vinieron hasta la parte trasera, cerca de mí. Los niños se sentaron y el curita permaneció de pie, agarrado a la barra de un modo extraño, agachándose hacia uno de sus pupilos, demasiado próximo, pensé, a él. El curita no tendría más de treinta años. Era un tipín delgado, imberbe, de tez cerúlea pero, paradójicamente, con los pómulos rosados, el pelo rizado y bien cortado y con unas gafas de montura dorada muy pasadas de moda. Entonces comenzó el interrogatorio a un ritmo vertiginoso. Era imposible no escucharlo. El curita hubiera sido un pasma estupendo.

- He leído una noticia sobre tu padre en internet, se llama Carbonell, como tú. Su nombre empieza por r, ahora no me acuerdo, ¿Raimundo, Roque, Ramón?

- No. Es Ricardo.

- Eso. Ricardo. Ricardo Carbonell. Y es catedrático en Navarra. ¿Por qué está en Navarra? ¿No vive con tu madre?

- No. Sí. Quiero decir, trabaja en la universidad y viene los fines de semana.

- Ah. Entiendo, entiendo. Y a tu padre ¿no le gustaría dar una charla en el cole?

- No, no creo. Además, yo no voy a vuestro cole. Seguro que no.

- ¿Y eso?

- Es que mi padre pasa de esas cosas y viene a descansar.

- Bueno, ¿y si intento convencerle? Podría llamarle por teléfono, o mejor, ir a vuestra casa. Mañana es sábado. ¿Qué te parece?

- No, de verdad, es que a mi padre no le gustan estas cosas.

- Pero bueno, yo podría hablar con él, ¿no te parece? Si me das vuestro teléfono... O, mejor, dime dónde vives y me acerco mañana, ¿vale?

A estas alturas se me llevaban los demonios. Estaba estupefacto. No sabía qué hacer. Mis pensamientos oscilaban entre la hostia en la puta boca del puto cura, la violación rectal con bate a contrastilla (aun a riesgo de que le gustase) o la combustión inquisitorial y pública en la Plaza del Rosario.

- Porque tú vives cerca de la calle de la Reina ¿verdad? Siempre te bajas allí.

- Bueno, sí. Vivo en la calle Barraca.

- Claro, ¿en qué número?
- En el cuarenta y uno.

- Ajá. Y tu padre, ¿ganará dinerito, verdad? Los catedráticos, quieras que no, ganan un dinerito.

- No sé.

- Pues así quedamos. Me paso mañana a eso de las diez.

En realidad, el interrogatorio fue mucho más feroz de lo que reproduzco. Apenas duró tres minutos, pero no cabía duda de que estaba ensayado. Para el imberbe de los ricitos no era la primera vez. Estaba bien entrenado. Marcaba el ritmo con una cadencia vertiginosa aprendida en la secta católica.
Entonces llegó mi parada y me bajé jodido. El asunto me pescó cansado, sin reflejos ni capacidad de reacción. Dormí mal, como siempre, pero esta esta vez entretuve mis vigilias en torturas atroces: podas testiculares, garrote vil apretado al alzacuellos, felaciones negras con venas, verduguillo en la cerviz y amplia variedad de modos de utilizar el bisturí cuando un cagarruta cuelga boca abajo atado de los tobillos. Y, "quieras que no", aprendí de nuevo que la tolerancia y la bondad han de ser peleadas, porque, a veces, no hay quien controle la ira.