Muy queridos amigos:
Este verano, en el Aruba, mi
idolatrado amigo J. E. tuvo a bien abrirle los ojos a mi hijo: “Tu padre es un quejica
y un llorón”. Ya lo tenía yo jodido para esquivar hacia el solete la espesa
sombra de Frank de la Jungla,
la única figura masculina que venera mi Antoniet, como para que el J. E. echase
la última paletada de escepticismo sobre mi moribundo respeto paterno-filial.
Sí, siempre fui un quejica y tendí a la soledad melancólica y, desde luego, nunca
tuve el menor interés por jugarme el físico entre animales salvajes,
exceptuando los renacuajos y los cangrejos que capturaba de pequeño en la
desembocadura del río Algar, que están por domesticar pero no te matan. Tampoco
he sido optimista. Ni creo que la felicidad alcance más allá de esos breves
instantes de pellizco estomacal que sentimos muy de vez en cuando. No sé quién
dijo que es preferible ser pesimista, porque si las cosas salen mal (como es
costumbre) siempre puedes echarle en cara al optimista su ingenuidad con frases
tan rotundas como: “Los lo advertí” o “Se veía de venir”. Ahora que me acerco a
los cincuenta, el declive físico (en franca decadencia desde mi primer llanto)
y, sobre todo, el intelectual, hacen que se hayan acentuado estos rasgos de mi
carácter, entre los que habría que incluir la cobardía. De hecho, tiendo sin
disimulo hacia el aislamiento. Por cierto, el caso es que llevaba del todo
hilvanado este discurso y, de golpe, he olvidado a qué venía… ¡Ah, sí! Que
vosotros tampoco os libráis de esta inevitable decadencia. ¡Panda de cabrones!
Ignoro cuáles serán vuestros
síntomas, pero me permito enumerar, no sin cierta coquetería, los míos: conservo
el pelo de la cabeza, aunque del color de la ceniza del abedul (o de cualquier
otro árbol o arbusto, pero "abedul" suena más chistoso que
"olmo", por ejemplo). De hecho, tengo más pelo que nunca, pero crece
en lugares excéntricos como las orejas o los omóplatos. La faz es la que
corresponde a un insomne mediterráneo que nunca ha usado gafas de sol. Me
explico: ojeras perennes que, de cerca, dibujan unos anillos estratificados,
como los del ágata o el eccema marginado de hebra, y que fluctúan en gradiente
del verde vejiga al azul ultramar, moteados por pequeñas verruguitas de un
ámbar desvaído. Mis ojeras parecen un cuadro puntillista. Las patas de gallo,
cuyos espolones surcan las mejillas hasta la papada, enmarcan el Seurat. El
espectador atento descubrirá en la composición, bajo las cejas hirsutas, muy
velado, el brillito de los ojos azules apagado por el barniz amarillo de la
presbicia. De cintura para abajo, por resumir, tetas caídas, barriga y estrías
en el culo. Y en cuanto al interior, hipertensión (no debo comer con sal),
azúcar (no debo comer dulce) y gases, aunque esto último más por afición que
por otra cosa. También padezco frecuentes episodios de apnea de la memoria, o
sea, que me quedo lelo de manera imprevista. A menudo olvido el nombre de mi
interlocutor al que llamó “tú” o “Paquito” (incluso cuando se trata de una
fémina). Más de una vez, por despiste, me he bajado al perro en zapatillas de
ir por casa, de esas de jubilado: a cuadros y abrigaditas por dentro. Aunque, por
fortuna, este calzado pasa desapercibido en un barrio por el que la vecindad se
pasea en bata de boatiné, pijama, albornoz o, directamente, aireando la titola.
Además, no soporto que trastoquen mis hábitos intestinales. Si no cisco a mis
horas, me irrito y me engordo. Por no hablar del sueño: si no me acuesto antes
de las doce, no duermo mis tres horitas diarias. Y yo si no duermo mis tres
horitas diarias no soy nadie.
Así las cosas, me ha dado por
pensar que debo retomar mi cariño por vosotros (sé que vosotros nunca
perdisteis el vuestro por mí). Por eso lanzo este mensaje de náufrago a
sabiendas de que nadie lo leerá. (Las últimas estadísticas indican que el
tráfico de visitas a este blog es similar al de un domingo en las islas
Pitcairn).