En un universo ideal, con miedos razonables, nuestra vida sería más sencilla.
Cualquier actividad, incluso las inevitables (comer, beber, joder, cagar,
enfermar, morir), resultarían creativas y, por
lo tanto, felices en la medida de lo posible. Respetaríamos los tiempos: pensar, hacer, descansar. Estos tiempos no tendrían por qué ser medidos. Dependería del carácter de cada cual.
Claro está que habría una evidente tendencia a la estulticia y la molicie por parte de
la humanidad. Para entendernos, sería
mayor el porcentaje de personas que se tocasen la figa, los cojones, ambos o
ninguno, que no hay razón para excluir a
los hermafroditas, a los andróginos y a los
ciclanos. Los robots, conforme a las tres leyes de la robótica de Asimov, se encargarían de los trabajos limpios y sucios. El planeta Tierra y todos los
conquistados por los humanos se regirían por unas leyes de elementalidad ecológica.
Este planteamiento, cercano a la ciencia ficción rancia, en realidad refleja una melancolía decimonónica. Algunos
reivindicamos un modo de vida que los capullos han dado en llamar slow life.
No hay que exagerar. Nadie puede cambiar la realidad por su
concepto ideal de la misma. Y de momento, no viajamos en el tiempo. Pero sí que es cierto que existe ese ideal de vida, al menos para quienes
tenemos cubiertas nuestras necesidades vitales.
Mi entorno no puede ser mejor. Vivo en el mediterráneo.
Mis amigos, los mejores.
Mi familia, bien, gracias.
A partir de aquí, dejadme escribir,
dibujar, leer, mancharme, siestear. Solo. O acompañado en soledad.
Gracias.