No es
bueno hacer balance de tu vida, porque da la impresión de que te pones nota y que sólo te queda una última convocatoria para
superarla. Pero ayer un buen amigo me recordó una anécdota que yo había olvidado, y este recuerdo
llevó a
otros y finalmente concluí que no he tenido una mala vida, al menos hasta el momento.
Para que
conste, transcribo a continuación los momentos estelares de mi vida.
MOMENTOS ESTELARES DE MI VIDA
0 años: Nací de madrugada.
Alrededor
de los 9 años:
Luis Sánchez
Polack "Tip" me habló en el casal de la falla. Tip me dijo: "¿Me traes un whisky,
caballerete?" Yo no era consciente de que este acontecimiento era
comparable a la hebra que pegó Moises con la Zarza Ardiente. No es que yo quiera
compararme con Moises (él sólo escribió diez líneas al dictado), pero Tip era Dios. Curiosamente, la
expresión
"caballerete" la utilizó pasados los años mi primer casero para amenazarme cuando me retrasaba con
el pago del alquiler. Aporreaba la puerta y gritaba "¡Abra, abra! ¡Sé que está ahí! ¡Le he visto entrar!" Mi
casero era guardia forestal de bicicleta, canana y escopeta de un cañón. Me espiaba con sus
binoculares desde la azotea del edificio de enfrente, donde vivía. "¡Abra!" -gritaba- "¡Abra de una vez!" Y yo,
detrás de
la puerta, me hacía el
muerto. Al cabo de un largo rato el pobre hombre se daba por vencido y entonces, mientras yo aguantaba la
respiración, me
pasaba una notita escrita sobre el recibo de cobro que decía más o menos: "Caballerete,
esto no es camino. Se deben los meses de junio, julio y agosto. Mi paciencia
tiene un límite.
Firmado: El dueño del
piso José (rúbrica ampulosa)".
15 años: En Cádiz, en casa de mi tío Gaspar y mi tía Charo, viendo la final del
mundial de Argentina junto a mi primo. El partido entre Argentina y Holanda ha
terminado con empate a uno. Nos vamos a la prórroga. Estamos con Argentina,
me imagino que por lo del idioma y porque Mario Alberto Kempes juega en el
Valencia. Además, me
ha emocionado la lluvia de confeti que el público ha lanzado desde las
gradas. Un espectáculo
precioso que yo no había visto nunca y que pinta de blanco el césped del estadio. Argentina ha
de ganar para que esta afición sea feliz. Se lo han currado.
Comienza
el tiempo añadido
y mi primo y yo sentimos la tensión. Estamos nerviosos. Pocos minutos después, Kempes anota el gol que
adelanta a su selección, un gol muy de su estilo, entre técnico y de rebote afortunado
en la espinilla. Mi primo y yo nos abrazamos exaltados, brazos y puños en alto, al grito de "¡no diga Kempes, diga
gol!" Y es entonces cuando me sobreviene el tremendo retortijón aerostático. No entiendo todavía muy bien por qué. No habíamos comido nada especialmente
flatulento. Pero enseguida comprendo que este no es un pedete cualquiera. De
manera que relajo los anillos del esfínter y dejo caer un gas de reverberación aguda, de castrati, por
aquello de festejar el gol argentino. El siguiente mantiene el timbre soprano.
El tercero, tenor. Un cuarto y un quinto, que no son nada malos. Y así hasta veintiuno. ¡Veintiuno! ¡El no va más! Mi primo, notario
ocasional, hace cuenta y jalea la hazaña. Daniel Bertoni anota el tres a uno y Argentina gana el
mundial.
Sobre los
20 años:
Rubén
Blades bajó del
taxi. Vestía de
negro y estaba muy delgado. Escondía las manos en los bolsillos y agachaba la cabeza. Entró en el bar y pidió una cerveza. Me senté a su lado, quebrantando mis
reticencias hacia la mitomanía y el acoso, y le dije: "Hola, he bailado mucho en tu
concierto". Rubén sonrió y me dio las gracias.
Veintitantos
años, casi treinta: Un amigo de
mi padre dirige el Museo del Prado. De vez en cuando me acerco a Madrid a
visitar el museo, no más de diez o doce cuadros en cada visita, porque mi coco no
da para demasiada información y me lo tomo con calma. Mi padre insiste en que llame a
su amigo, "es como si fuera tu tío", me dice. Y es cierto. He pasado buena parte de mis
eternos veranos de infancia en su casa del pueblo, jugando al fútbol con sus hijos, ayudando a
la tía a
pintar arabescos con la regadera en el pasillo de tierra, cazando escorpiones o
amodorrado bajo la sombra de la higuera del patio. Así que llego a la capital, me
instalo en el hostal y llamo a mi tío no sanguíneo. La familia está cenando. Aún así se alegra de hablar conmigo y me invita a comer mañana en su casa. A mediodía me plantó en el piso de los padres de
mis primos. He comprado un helecho, que siempre es un regalo socorrido. Comemos
a gusto y a los postres mi tío me propone que me acerque al Prado a eso de las siete, a
la hora del cierre, y que me quede dando vueltas por los pasillos mientras él acaba con sus cosas. Lo que
me ofrece es pasear por el museo a solateras, vigilado de lejos por los
guardias que terminan su turno y por las cámaras de seguridad. Yo, la verdad, es que no acabo de entender
hasta qué
punto me mima la vida. Muchas gracias por todo. Nos vemos a las siete.
De
regreso al hostal, con la barriga ansiando un digestivo y la cabeza una siesta,
me siento en la terraza de un bar y pido un orujo blanco frío. Como no soy gallego, me lo
bebo a sorbitos, y traguito a traguito entiendo quien soy. Iré al museo a las cinco, haré cola, entraré gratis porque soy español y me pelearé con los japoneses por unos
segundos ante "Las Meninas". No quiero aceptar ningún privilegio. ¿Acaso no soy rojo?
Han
pasado quince años.
Mi tío no
sanguíneo
dirige ahora la Academia de España en Roma. Abusando de su hospitalidad, viajamos a Roma. Me
da una pereza que te mueres, pero mi mujer y mis amigos se empeñan en que vea "en
directo" todas esas pinturas y aquellos pedruscos que tanto me entusiasman
en foto. Venzo el pánico racional al avión, la claustrofobia al metro y la aversión hacia sus usuarios, y nos
apeamos en Estación
Termini. De ahí, un
taxi nos deja en la Academia de España en Roma. Del taxi bajamos mi amiga María Amor, mi amigo Fernando, Ana
y yo. Llueve a mares. Mi tía no sanguínea nos recibe con un paraguas. No cabemos los cinco bajo
el paraguas, pero estamos a dos pasos de entrar en la Academia. Entonces, bajo
la tormenta, le pregunto a mi tía: " Oye, ¿Queda muy lejos el Tempietto
de San Pietro in Montorio del Bramante?" Y mi tía señala por detrás de mi oreja izquierda. Está ahí al lado, detrás de la cortina de lluvia.
He soñado con el Tempietto a menudo.
Es uno de mis sueños
recurrentes, junto al del buceo cristalino sobre la chatarra, el del paraíso bajo una parra y el del
hogar acogedor en el túnel de las grandes vías. El Tempietto está en un patio interior de la Academia. Un portón de hierro impide el acceso
al patio. El portón sólo se abre los días de visita, uno a la semana.
Mi tía nos
acompaña a
las habitaciones. La nuestra es muy sobria, pero bonita. Una cama de
matrimonio, dos mesitas de noche, un armario destartalado, una mesa de
escritorio y una silla. Es una habitación de estudiante. Hay una gran ventana que se abre a un jardín precioso, lleno de macetas
con flores y buganvillas de diferentes colores trepando por los muros.
Incrustada en uno de los muros, la cabeza de un león de mármol vomita un breve chorro de
agua desde sus fauces abiertas. Hoy llueve y no lo percibo, pero el murmullo de
esta fuente acompañará de fondo mis siestas y mis sueños romanos. Es junto a la
ventana donde veo dos días después el fantasma a contraluz de una niña rubia con tirabuzones. Estoy
en el duermevela de la siesta, abro un ojo y ahí esta la niña que me sonríe. Yo, lejos de asustarme, le
devuelvo la sonrisa y me duermo.
Comemos risotto con mis tíos. El risotto es arroz mal cocinado. Afortunadamente, la conversación, animada por el vino y el limoncello postrero, palia con creces el
desaguisado. Le pregunto a mi tío qué día de la semana se puede visitar el Tempietto. Se levanta de
la mesa y regresa pocos minutos después con un llavero con dos llaves. Una es la de una
puertecita lateral que da acceso al patio; la otra es la llave del Tempietto. ¡Tengo la llave del Tempietto
de San Pietro in Montorio del Bramante! Apuro el limoncello y cago leches hacia el Templete. ¡No puedo creerlo! Acaricio las
columnas que, a buen seguro, acariciaron las manos de Bramante. Doy vueltas y
vueltas alrededor del Templete. Lo miro de arriba abajo, desde todos los puntos
de vista posibles. Me extasío en su interior. Descanso en la pequeña escalinata y desde ahí contemplo la horda de
turistas que, como zombies hambrientos, se aplastan contra el portón. Y sonrío feliz, porque sigo siendo
rojo, pero no gilipollas.
Hoy: He
cocinado un pollo al curry con setas
cuyas sobras provocan en el tránsito intestinal de mi perro el mismo efecto que un gol de
Kempes.