lunes, 29 de octubre de 2012

Haré balance



No es bueno hacer balance de tu vida, porque da la impresión de que te pones nota y que sólo te queda una última convocatoria para superarla. Pero ayer un buen amigo me recordó una anécdota que yo había olvidado, y este recuerdo llevó a otros y finalmente concluí que no he tenido una mala vida, al menos hasta el momento.
Para que conste, transcribo a continuación los momentos estelares de mi vida.

MOMENTOS ESTELARES DE MI VIDA

0 años: Nací de madrugada.

Alrededor de los 9 años: Luis Sánchez Polack "Tip" me habló en el casal de la falla. Tip me dijo: "¿Me traes un whisky, caballerete?" Yo no era consciente de que este acontecimiento era comparable a la hebra que pegó Moises con la Zarza Ardiente. No es que yo quiera compararme con Moises (él sólo escribió diez líneas al dictado), pero Tip era Dios. Curiosamente, la expresión "caballerete" la utilizó pasados los años mi primer casero para amenazarme cuando me retrasaba con el pago del alquiler. Aporreaba la puerta y gritaba "¡Abra, abra! ¡Sé que está ahí! ¡Le he visto entrar!" Mi casero era guardia forestal de bicicleta, canana y escopeta de un cañón. Me espiaba con sus binoculares desde la azotea del edificio de enfrente, donde vivía. "¡Abra!" -gritaba- "¡Abra de una vez!" Y yo, detrás de la puerta, me hacía el muerto. Al cabo de un largo rato el pobre hombre se daba por vencido  y entonces, mientras yo aguantaba la respiración, me pasaba una notita escrita sobre el recibo de cobro que decía más o menos: "Caballerete, esto no es camino. Se deben los meses de junio, julio y agosto. Mi paciencia tiene un límite. Firmado: El dueño del piso José (rúbrica ampulosa)". 

15 años: En Cádiz, en casa de mi tío Gaspar y mi tía Charo, viendo la final del mundial de Argentina junto a mi primo. El partido entre Argentina y Holanda ha terminado con empate a uno. Nos vamos a la prórroga. Estamos con Argentina, me imagino que por lo del idioma y porque Mario Alberto Kempes juega en el Valencia. Además, me ha emocionado la lluvia de confeti que el público ha lanzado desde las gradas. Un espectáculo precioso que yo no había visto nunca y que pinta de blanco el césped del estadio. Argentina ha de ganar para que esta afición sea feliz. Se lo han currado.
Comienza el tiempo añadido y mi primo y yo sentimos la tensión. Estamos nerviosos. Pocos minutos después, Kempes anota el gol que adelanta a su selección, un gol muy de su estilo, entre técnico y de rebote afortunado en la espinilla. Mi primo y yo nos abrazamos exaltados, brazos y puños en alto, al grito de "¡no diga Kempes, diga gol!" Y es entonces cuando me sobreviene el tremendo retortijón aerostático. No entiendo todavía muy bien por qué. No habíamos comido nada especialmente flatulento. Pero enseguida comprendo que este no es un pedete cualquiera. De manera que relajo los anillos del esfínter y dejo caer un gas de reverberación aguda, de castrati, por aquello de festejar el gol argentino. El siguiente mantiene el timbre soprano. El tercero, tenor. Un cuarto y un quinto, que no son nada malos. Y así hasta veintiuno. ¡Veintiuno! ¡El no va más! Mi primo, notario ocasional, hace cuenta y jalea la hazaña. Daniel Bertoni anota el tres a uno y Argentina gana el mundial.

Sobre los 20 años: Rubén Blades bajó del taxi. Vestía de negro y estaba muy delgado. Escondía las manos en los bolsillos y agachaba la cabeza. Entró en el bar y pidió una cerveza. Me senté a su lado, quebrantando mis reticencias hacia la mitomanía y el acoso, y le dije: "Hola, he bailado mucho en tu concierto". Rubén sonrió y me dio las gracias.

Veintitantos años, casi treinta: Un amigo de mi padre dirige el Museo del Prado. De vez en cuando me acerco a Madrid a visitar el museo, no más de diez o doce cuadros en cada visita, porque mi coco no da para demasiada información y me lo tomo con calma. Mi padre insiste en que llame a su amigo, "es como si fuera tu tío", me dice. Y es cierto. He pasado buena parte de mis eternos veranos de infancia en su casa del pueblo, jugando al fútbol con sus hijos, ayudando a la tía a pintar arabescos con la regadera en el pasillo de tierra, cazando escorpiones o amodorrado bajo la sombra de la higuera del patio. Así que llego a la capital, me instalo en el hostal y llamo a mi tío no sanguíneo. La familia está cenando. Aún así se alegra de hablar conmigo y me invita a comer mañana en su casa. A mediodía me plantó en el piso de los padres de mis primos. He comprado un helecho, que siempre es un regalo socorrido. Comemos a gusto y a los postres mi tío me propone que me acerque al Prado a eso de las siete, a la hora del cierre, y que me quede dando vueltas por los pasillos mientras él acaba con sus cosas. Lo que me ofrece es pasear por el museo a solateras, vigilado de lejos por los guardias que terminan su turno y por las cámaras de seguridad. Yo, la verdad, es que no acabo de entender hasta qué punto me mima la vida. Muchas gracias por todo. Nos vemos a las siete.
De regreso al hostal, con la barriga ansiando un digestivo y la cabeza una siesta, me siento en la terraza de un bar y pido un orujo blanco frío. Como no soy gallego, me lo bebo a sorbitos, y traguito a traguito entiendo quien soy. Iré al museo a las cinco, haré cola, entraré gratis porque soy español y me pelearé con los japoneses por unos segundos ante "Las Meninas". No quiero aceptar ningún privilegio. ¿Acaso no soy rojo?

Han pasado quince años. Mi tío no sanguíneo dirige ahora la Academia de España en Roma. Abusando de su hospitalidad, viajamos a Roma. Me da una pereza que te mueres, pero mi mujer y mis amigos se empeñan en que vea "en directo" todas esas pinturas y aquellos pedruscos que tanto me entusiasman en foto. Venzo el pánico racional al avión, la claustrofobia al metro y la aversión hacia sus usuarios, y nos apeamos en Estación Termini. De ahí, un taxi nos deja en la Academia de España en Roma. Del taxi bajamos mi amiga María Amor, mi amigo Fernando, Ana y yo. Llueve a mares. Mi tía no sanguínea nos recibe con un paraguas. No cabemos los cinco bajo el paraguas, pero estamos a dos pasos de entrar en la Academia. Entonces, bajo la  tormenta, le pregunto a mi tía: " Oye, ¿Queda muy lejos el Tempietto de San Pietro in Montorio del Bramante?" Y mi tía señala por detrás de mi oreja izquierda. Está ahí al lado, detrás de la cortina de lluvia.
He soñado con el Tempietto a menudo. Es uno de mis sueños recurrentes, junto al del buceo cristalino sobre la chatarra, el del paraíso bajo una parra y el del hogar acogedor en el túnel de las grandes vías. El Tempietto está en un patio interior de la Academia. Un portón de hierro impide el acceso al patio. El portón sólo se abre los días de visita, uno a la semana. Mi tía nos acompaña a las habitaciones. La nuestra es muy sobria, pero bonita. Una cama de matrimonio, dos mesitas de noche, un armario destartalado, una mesa de escritorio y una silla. Es una habitación de estudiante. Hay una gran ventana que se abre a un jardín precioso, lleno de macetas con flores y buganvillas de diferentes colores trepando por los muros. Incrustada en uno de los muros, la cabeza de un león de mármol vomita un breve chorro de agua desde sus fauces abiertas. Hoy llueve y no lo percibo, pero el murmullo de esta fuente acompañará de fondo mis siestas y mis sueños romanos. Es junto a la ventana donde veo dos días después el fantasma a contraluz de una niña rubia con tirabuzones. Estoy en el duermevela de la siesta, abro un ojo y ahí esta la niña que me sonríe. Yo, lejos de asustarme, le devuelvo la sonrisa y me duermo.
Comemos risotto con mis tíos. El risotto es arroz mal cocinado. Afortunadamente, la conversación, animada por el vino y el limoncello postrero, palia con creces el desaguisado. Le pregunto a mi tío qué día de la semana se puede visitar el Tempietto. Se levanta de la mesa y regresa pocos minutos después con un llavero con dos llaves. Una es la de una puertecita lateral que da acceso al patio; la otra es la llave del Tempietto. ¡Tengo la llave del Tempietto de San Pietro in Montorio del Bramante! Apuro el limoncello y cago leches hacia el Templete. ¡No puedo creerlo! Acaricio las columnas que, a buen seguro, acariciaron las manos de Bramante. Doy vueltas y vueltas alrededor del Templete. Lo miro de arriba abajo, desde todos los puntos de vista posibles. Me extasío en su interior. Descanso en la pequeña escalinata y desde ahí contemplo la horda de turistas que, como zombies hambrientos, se aplastan contra el portón. Y sonrío feliz, porque sigo siendo rojo, pero no gilipollas.

Hoy: He cocinado un pollo al curry con setas cuyas sobras provocan en el tránsito intestinal de mi perro el mismo efecto que un gol de Kempes.

martes, 9 de octubre de 2012

Elogio del nihilismo

Durante unos años fui vago. Dibujaba, pintaba, construía objetos, leía, escuchaba música, veía películas y visitaba museos y exposiciones. Estas actividades no suponían un gasto exagerado, pero tampoco reportaban beneficio monetario alguno. Vivía con el dinero de mis padres. Por aquel entonces leí una larga conversación que el escritor Pierre Cabanne mantuvo con Marcel Duchamp en 1966. Duchamp iba a cumplir ochenta años. A lo largo de la entrevista, Duchamp abominaba del arte y, por ende, del trabajo, puesto que con el arte se había ganado la vida. Su actitud -bajo su punto de vista- no era perezosa ni revolucionaria. Simplemente, pensaba que trabajar era de capullos. A Duchamp, por defender esta postura, se le tildó de nihilista. En realidad, se le hacía un favor, porque Duchamp era tan sólo un burgués bastante cretino. Un señorito que anduvo al rebufo de verdaderos criminales estéticos como Picabia (dicho sea con admiración), y que ha pasado por ser el no va más del anti-arte. Marcel Duchamp era, en pocas palabras, un espabilado con labia y sin escrúpulos a la hora de sacarle la pasta a ricachonas y ricachones norteamericanos. Y, además, aunque no lo quisiera, un esteta. Duchamp no consigue hilvanar un discurso consecuente en ningún momento de la entrevista y Cabanne lo pesca en más de un renuncio. Por ejemplo, dice no soportar el arte retiniano, es decir, aquel creado para excitar las emociones a través de la mirada, pero a un tiempo fabrica unos artilugios giroscópicos, que él llama Rotorelief, que no se diferencian en absoluto de los que utilizan los  magos penosos para hipnotizar a sus partenaires en los banquetes de comunión. Y así, entre siestas, partidas de ajedrez, cacharritos y meriendas con snobs, se ganó muy bien la vida el bueno de Marcel. Un tipo con suerte.
Según la RAE, el nihilismo es la negación de todo principio religioso, político y social. ¡Tremendo curro! Dios entiende el trabajo como un castigo. Por haber pecado por culpa de la mujer -que menuda era- el hombre tuvo que ganarse el pan con el sudor de su frente. Ni Duchamp ni yo sudábamos demasiado en aquellos momentos. No así los nihilistas, que tuvieron que aprender de creencias, sistemas y costumbres para combatir contra ellas con  la razón del conocimiento. Un trabajo ingente y poco reconocido. Vaya mi humilde admiración hacia quienes se lo curran tanto para desmontar el mundo tal y como lo conocemos.

P.D: Me siento como un pijo ácrata.