miércoles, 4 de septiembre de 2013

Verano adolescente




Este verano, gracias a la chiripa de una alineación cósmica que ha favorecido a los nacidos bajo el signo de escorpio con ascendente tauro, me ha tocado convivir con una jauría de adolescentes. Así, mediante un paciente estudio de campo, he llegado a la conclusión de que los susodichos especímenes poseen la misma coordinación motora que el musgo seco y las dotes cognitivas de un tuno cuarentón en coma etílico. Empero son violentos. Los episodios vividos se quedan cortos al lado de lo que pasó nuestro Señor, que en paz descanse a la diestra de Sí Mismo. Aún así, mi espíritu resignado, baqueteado en mil batallas emocionales (de las que daré cuenta cuando corresponda), me anima a concluir este breve ensayo a modo de diario, útil quizá para aquellos que, ingenuamente, consideran que la adolescencia es un estadio más (o fase, como viene en llamarse de un tiempo a esta parte) en el desarrollo del ser humano. Como anticipo a mis conclusiones diré que esta percepción es propia de personas bienintencionadas, por no decir bobaliconas, puesto que la adolescencia es un trastorno hormonal transitorio del que huye la razón. La apariencia humana, durante estos años, no es más que un cascarón similar al de aquellos extraterrestres que se apoderaban del cuerpo de los terráqueos después de chuparles el alma dentro de una vaina. Sin más, doy paso a mis anotaciones.

Del 2 al 12 de agosto.

Escribo a escondidas, en la oscuridad. Estoy agotado. Tan sólo espero que la jauría no me encuentre desatendiendo sus necesidades. De ser así, Dios no lo quiera, tomarían represalias que me erizan el vello tan sólo con imaginarlas, aun a pesar de que pretendo que tales pensamientos funestos no se asienten en mi ánimo. Llevo diez días secuestrado. Por fortuna, mi fortaleza mental me ha permitido subsistir sin la tentación de caer en un confortable síndrome de Estocolmo. La jauría, a diferencia de las de los perros salvajes, carece de líder. Todos son déspotas, dictadores por igual.
Ahora, bien entrada la madrugada, se han recluido en sus apestosas guaridas. Sólo se me permite el acceso a sus hediondos habitáculos cuando las condiciones de insalubridad requieren de mi servicio. Saco, pues, fuerzas de flaqueza, para escribir estas líneas desde la prudencia y el miedo a ser descubierto. Deseo que estas advertencias, que intentaré enviar mediante medios electrónicos aun a riesgo de ser interceptado y castigado, sirvan para que los roussionianos apardalados caigan de su guindo.
Diez días sin verduras ni pescado. Todas estas noches desvelado sin acertar el menú que evite mi flagelo. Todas las mañanas ulteriores de compra vigilada mediante celular en el mercado: coca cola de dos litros, polos de fresa, bollería industrial chocolatada, pintauñas morado, mascarilla pelo, natillas...


Las comidas y cenas con adolescentes son insufribles. Llevo diez días intentando meter un par de frases coherentes entre una cháchara gallinácea de insensateces adornada por muletillas  gongorinas como "¡jo, tía (o tío)!" o "¡qué pasada, tía (o tío)!". Y cuando por fin lo consigo, porque al parecer están deglutiendo a un tiempo, mi hija escupe la comida y me echa en cara que no sé dialogar y que no dejo hablar a nadie. Todo viene a cuento de la historia. Perdón, me refiero a la Historia. Al parecer no tengo ni puta idea, aunque me gane la vida enseñando historia del arte. Por lo visto no hay nada más allá de los libros que estudian en el colegio, de la tele y de la Wikipedia. Después, me callo.
Mientras friego las sartenes, las fuentes, los platos, los vasos y los cubiertos de la cena que he cocinado, pienso en las historias que me contaron en las clases de Franco. Todas ciertas, por supuesto. Yo vivía en un país que no era tal, sino una Patria que reviviría, más pronto que tarde, las glorias imperiales ultramarinas. Una Patria en la que, en contra de lo que veía con mis propios ojos, todos éramos blancos supremacistas. Como mi amigo Montesinos, sin ir más lejos, cuya familia, de etnia evidente, se ganaba la vida vendiendo las antigüedades que encontraba en las alquerías poco vigiladas. Y en estas evocaciones estaba cuando han irrumpido dos de mis amos, los cuales, arropados por sus innegables derechos adquiridos en la sociedad mórbida del bienestar, me han expresado su profundo malestar por no disponer de la marca de golosina de moda sino de su sucedáneo blanco. Humillando la testuz y obrando humildes genuflexiones, he venido a explicarles que la situación económica, en lo referido a la manutención, aborda puertos delicados, aunque no misérrimos. Mis dueños se han mostrado incrédulos ante tal situación puesto que, al parecer, heredar bienes opulentos te apunta de inmediato a la lista de los ricos. Resulta inútil y muy frustrante explicar a esta patulea que, más bien al contrario, con un sueldecillo  normalito, y, eso sí, con una ilusión desmedida, merece la pena apuntarse a un futuro jubilar tranquilo, aun a pesar de algunas renuncias caprichosas. Así las cosas, y para evitar males mayores, les prometo que dispondrán sin falta de la golosina fetén y no la ful, aunque tenga que robarla. Después, asaltan el congelador y se retiran frente al televisor. Yo acepto contento mi destierro en la terraza. Desde ahí, a través de la ventana y de reojo, asisto a un fenómeno digno de estudio que se repite con inusitada frecuencia y que he dado en llamar "incomunicación enormemente comunicada". Los adolescentes sintonizan un canal televisivo en el que una banda de analfabetos, alentados por un presentador iletrado, se gritan zafiedades los unos a los otros e insultan a personajes de la farándula de medio pelo no presentes en el plató, con el mérito innegable de hacerlo todos a un tiempo. De vez en cuando, el realizador del programa barre una panorámica sobre el público, cuyos rostros desvelan profundas lagunas neuronales. En resumen, un programa pensado por unos cretinos en el que otros cretinos vociferan acerca de algunos cretinos para un público de cretinos. Entretanto, los adolescentes, desmadejados sobre sofás y sillones, teclean guachaps sobre las pantallas táctiles de sus teléfonos móviles. Dado que milito en el trasnochado partido de los cibertarugos irredentos (aquellos que, ¡pobres ilusos!, pensamos que la libertad es más importante que la tecnología), no puedo asegurarlo, pero creo que mandan mensajes al exterior pero también lo hacen entre ellos, dando cuenta de lo que ocurre aquí y allá. Al parecer, les resulta más cómodo que hablar, un don que comienza a escasear por falta de tiempo y de vocabulario. Aun así, por no abundar en el pesimismo, he de decir que de vez en cuando intercambian opiniones de viva voz del estilo "¡qué fuerte tía (o tío)!" o el socorrido "¡jo, tía (o tío)!", referidas, según colijo, al programa en cuestión o a algún tuit especialmente ingenioso. Además, esta noche se muestran muy locuaces, imagino que debido a los cuatro litros de coca cola que se han zumbado a lo largo del día: "¡Jo, tías (o tíos)! Este pueblo es un muermo. Habrá que moverse". ¡El corazón casi se me sale por la boca! Tanto es así que por un momento me he mantenido ingrávido un palmo por encima de la silla. ¿Es posible que quede poco para ser liberado? No quiero hacerme vanas ilusiones.
Escribo, por lo tanto, desde el miedo, pero también desde la esperanza. Y a pesar de que siento cierta responsabilidad moral y solidaria de clase, no pienso avisar al próximo padre incauto que acoja a la horda. A todos los cerdos nos llega nuestro San Martín.

Special thanks (in order of appearance): Marina, Antonio, Alejandro, Borja, Irina, Pablo, Olatz y mi querida Paula. Los infantes quedan para otro capítulo.

lunes, 2 de septiembre de 2013

En verano




En verano me dejo un poco. ¡Qué más da ducharse si te pasas el día entero en el mar! Cierto es que se apelmaza un poco el pelo, como si lo llevases pintado, pero hay quien se gasta el dinero en gomina y viene a ser lo mismo. Eso sí, a veces crías unos animalitos en la cabeza que para mí que son camarones o hijos de otro crustáceo. Y luego está el aspecto, ¡qué gusto da no cambiar de ropa en un mes! Ni afeitarse ni cortarse las uñas. Ni llevar calzoncillos. Calzo unas zapatillas de ir por casa de mujer, con tacón y adornos de flores y plásticos diamantinos. Así recibo a las visitas para que se enteren. Al final te asemejas al huraño Céline al cuidado de sus gatos y espantando judíos. Y que conste que yo no tengo nada en contra de los judíos, los gitanos, los negros, los caucásicos, los tiroleses o los mil leches, que somos mayoría. Ni nada a favor, por supuesto. Y ni unos ni otros acabaron de apartarme del resto de los humanos. Pero cada vez tengo menos ganas de relacionarme con ellos. Así no haré ningún daño.
Me gusta quedarme solo. En casa. Suministrándome la existencia a través de internet.
Miradme. Soy feliz.
Adiós.



¿Mozart o Beethoven?




El primer disco que compré, a eso de los trece años y con dinero de mi padre, claro está, fue el  "Rhapsody in white" de Barry White and The Love Unlimited Orchestra. El segundo, el disco rojo de The Beatles, que también pagó mi padre, claro. El de los Beatles lo conservo hasta hoy. El de Barry White me lo levantaron en alguna fiesta, pero lo recuperé hace tres años en una tienda de segunda mano por un par de euros. Por supuesto, estamos hablando de vinilos de 33 rpm. Este disco, demasiados años después, me parece buenísimo. Mi sobrino-hijo Nacho dice que es música de follar. Y puede que tenga razón, pero, ¿qué mejor que una música con la que te entran ganas de follar? Pues la hay: la música con la que lloras. Hoy se me ha caído la lagrimita con las Sonatas Patética,  Claro de luna y Appassionata de Beethoven, interpretadas al piano por Wilhelm Kempff para Deutsche Gramophon. Es lo que tiene ser pedante y sensible, que te vuelves medio nena y no hay manera de competir y ganar dinero. Ya no sirves ni para ligar, porque las chicas los prefieren del tipo shore, tatuados y subnormales. El caso es que estaba en el cuarto de baño, de pis mientras se pochaban la zanahoria y la cebolla de la salsa, cuando se me escapó la sal por los lagrimales en el segundo movimiento Adagio cantabile de la Patética. Y la culpa no la tuvo la cebolla, no, sino la música de Beethoven maravillosamente coreografiada por la levísima y cantarina torrentera de mi orina y la belleza del escenario. Entraban haces cálidos de luz a través de la persiana, estrechas franjas reflejadas en el suelo. Más allá, al otro lado del pasillo, veía la cómoda de mi antiguo dormitorio, heredada de mi abuela Antonia. (Para que se entienda esta circunstancia, he de decir que no soy muy dado a cerrar la puerta del baño. Sobre este dato, interesante sin duda, me extenderé en otro artículo si me lo requiere el nardo). Encima de la cómoda descansan algunos objetos de mi agrado: un cartabón de madera, dos botellitas de perfume rellenas de minúsculos cristalitos y minerales de colores pulidos en la orilla de la playa, un pequeño broche modernista de un caballito trotón muy estilizado, uno de mis muchos tomos de ejercicios espirituales para todos los días, editados en 1847 y cuyas hagiografías me confortan enormemente antes de dormir, un misal encontrado por la calle y engordado con estampitas y necrológicas, una plancha de  de viaje de 125 W y no más de quince centímetros de eslora, una maquinilla de afeitar eléctrica Phillips de baquelita de un solo cabezal, una piedra, cuatro cajas con negativos fotográficos de cristal, una muñeca de porcelana con el cráneo hecho trizas, una bandejita  con los restos del cráneo de la muñeca de porcelana y sus ojos bulbosos, otro brochecito folclórico de ganchillo que representa a una pareja de cuáqueros, fotos de comunión de mis hijos y una escribanía en la que reposan varios objetos encontrados en el suelo como una foto sepia de un desconocido muerto con seguridad, una entrada al jardín botánico de Madrid, un botón de abrigo, plumas de aves diversas, un sello, dos monedas, una navajita de pata de cabra con pezuña y pelo, una caperuza de boli verde mordida y, al lado, un monedero hecho con dos conchas nacaradas que parece una vulva cuando lo abres y un pedacito de hábito de la madre Maravillas, acompañado de una foto de la susodicha, que era muy fea y que mi madre escondió debajo del colchón para que aprobase el selectivo. Y todo esto sin contar lo que guardo en los cajones. Ni con las otras centenas o miles de trastitos heredados, regalados o encontrados que guardo por todas partes. Entreveo mis objetos queridos, escucho a Beethoven, orino y lloro un poco. Pero es que anteayer lloré un poco mientras escuchaba el Requiem de Mozart y tostaba unas brochetas en la brasa y echaba en falta a un viejo amigo. Y entonces me sobreviene la pregunta chorra: ¿y tú de quién eres, de Beethoven o de Mozart? ¿De Barry White, de los Stones o de los Beatles? Y me respondo, pues depende.











Rumbo de colisión


Las leyes del mar detallan qué debe hacer un timonel cuando su embarcación entra en rumbo de colisión. Hay un montón de factores que deciden qué barco ha de cambiar su rumbo para no colisionar y, en el peor de los casos, irse a pique. Depende de su categoría, si es velero o no lo es, de su tamaño, del rumbo por el que navega y hasta de cómo toma el viento. Pero lo cierto es que siempre es el barco chiquito el que se aparta, porque ¿qué tiene que hacer un bote de remos frente a un inmenso buque petrolero?
El pez grande se come al chico.
Los niños esmirriados evitábamos provocar a los grandotes. Respetábamos su espacio físico, no fuera a ser que nos comiésemos una hostia.
Lo grande prima, es masculino.
Caballo grande ande o no ande.
Enormes rascacielos con  dormitorios del tamaño de San Marino, camas como campos de fútbol y pantallas de plasma como containers en las que caben más presentadores que en un televisor normal.
Tenemos grandes amigos y un gran amor.
Cuando un gran autor no está a la altura ha realizado una obra menor.
Soy consciente de que generalizo y de que hay cosas pequeñitas muy valoradas por la ciudadanía, pero ahora mismo no se me ocurre ninguna. ¡Hasta los teléfonos móviles son tan grandes que no caben en el bolsillo!
Cuando se dice aquello de que "las mejores esencias se guardan en frascos pequeños", no hacemos más que intentar consolar a los bajitos. Lo sé de primera mano. Y el caso es que puedo llegar a entenderlo, porque las cosas pequeñas ocupan mucho espacio. En todas las casas hay algún cajón lleno de trastitos que no nos atrevemos a tirar a la basura. Chismillos que nos llevamos con nosotros cuando hacemos mudanza. Son aquellas pequeñas cosas... barajas incompletas, botones, clips, lápices muy gastados, mordidos y sin mina, auriculares del tren, cintas de casete que nunca escucharemos porque ya no tenemos dónde, tarjetas de visita de bares que ya cerraron, cables variopintos, llaves huérfanas de cerradura, la pierna de un muñequito desmontable de un huevo Kinder sorpresa, un peine mellado, tres conchas de la playa, etc. Hasta que un buen día tomamos una decisión drástica y valiente: volcar el contenido del cajón en una caja de plástico grande y esconderla debajo de la cama. Y es que las cosas pequeñas ganan mucho cuando se almacenan en contenedores grandes.
Hace años, en una de mis visitas museísticas a Madrid, quedé con mi amigo Fernando,  que por ahí moraba en una corrala de catorce metros cuadrados. Mi amigo me contó que se había echado una novia bailaora de flamenco y que, esa misma noche, podríamos ver cómo bailaba en el Corral de la Pacheca. Y allá que fuimos. Después de bebernos unos finos al precio de un Lamborghini la botella, la novia de mi amigo subió al escenario acompañada por un cuadro de músicos y cantaores. "Es la del traje rojo", me dijo Fernando. ¡Aluciné! ¡Fernando el esmirriado con semejante pibón! No era posible. ¡Pero si no le cabrían las piernas en la camita de la corrala! Obnubilado, pero también algo envidioso, admiré el taconeo de la novia de mi amigo. Sin duda, se trataba de una mujer de raza, preciosa, sensual. Cuando acabó el espectáculo aplaudí a rabiar. No entendía nada. Creí haberme enamorado de la novia de Fernando. No nos quedaba otra que matarle, descuartizarle, depilarle las piernas y pintarle las uñas de los pies para que la policía pensase que se trataba de un travesti, y, una vez desperdigados convenientemente sus miembros por la Casa de Campo, vivir felices el resto de nuestras vidas en un lugar remoto y exótico como Murcia. "¿Qué te ha parecido? ¿Te ha gustado Gloria?" En la gloria estarás tú de aquí nada, pensé, pero, educadísimo, le contesté que era muy guapa y que me alegraba mucho por él y que si me invitaba a otra botella de fino por favor.
Al cabo de una media hora, Gloria salió del camerino y se acercó sonriendo a nuestra mesa. Todavía estaba maquillada, pero vestía un traje negro muy ceñido. Estaba más bonita que encima del tablao. Pero entonces ocurrió lo que he dado en llamar "perspectiva cónica oblicua a la inversa". Este extraño fenómeno visual empequeñece el objeto que se aproxima. Por resumirlo de un modo elegante, Gloria no levantaba del metro cincuenta. Muy guapa y proporcionada, sí, pero pequeña. La grandeza de Gloria era el marco del escenario.
Soy un tipo pequeño. Me gustan los objetos pequeños, siempre que no estorben. Aunque creo que este texto se me ha ido un poco de las manos. Llevo un rato a la deriva. Como aquel barquito en rumbo de colisión (¡qué bien traído). Aquel barquito que maniobra presto ante la alerta de ser abordado por el gigantesco carguero. Y entonces, ¿por qué los putos amos de los putos perros pequeños contravienen las leyes de la naturaleza y el sentido común? ¿Por qué yo, el infatigable compañero de paseo de perromierda, he de cruzar de acera cuando me cruzo con un chuchito ladrador y su amomierda? Estoy hasta la coronilla. Le voy a hacer un seguro a terceros a Mago. Que lo firme con la pezuña. Y después, ¡a jugar con los ratoneritos! ¡Lo bien que me lo voy a pasar! Me temo que más de uno se irá a pique.