lunes, 8 de abril de 2013

Trenes y otros asuntos

“La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio”
Octavio Paz

“Bien cierto es que el trabajo, de por sí, no es malo. Tampoco se quiere decir que sea bueno. El trabajo puede ser bueno a veces, como la lluvia o como la calentura”
C.J.C

“La erudición es como un sarpullido”
F.V

“El usuario que ha subido este vídeo lo ha bloqueado en tu país”
Youtube

Mi buen amigo F.V. –erudito compilador de insomnios solidarios, de añejos y evocadores aromas a zahúrda y de guisos sabios- me regala, entre otras muchas líneas, las siguientes:

“Algunas de esas cosas que encontramos, o nos encuentran, que casi es lo mismo, tienen la mirada perdida de quien se equivocó de andén, de tren, y de camino, y cuando llegan no ven por ningún lado a quienes buscan, y olvidan, tristemente, al marcharse las maletas. Luego, a uno le toca hacer de jefe de estación, y hasta de mozo de equipajes, para enmendar el desorden y el desastre, y que la vida vuelva a la exactitud ferroviaria que le corresponde, y todo retome el tiempo y el lugar que le guardaba el destino.
 De todas esas cosas, y me repito, encontré estas que iban hacia tu vigilia, y llegaron a la mía. Te adjunto una relación de las reenviadas al apeadero que lleva tu nombre, para que no se extravíen de nuevo”

Y adjuntos me envía dos carteles polacos –siempre extravagantes y hermosos- de las películas de Billy Wider “Con faldas y a lo loco” y “El crepúsculo de los dioses”, una fotografía de la cuadrilla de los enanitos toreros, otra de Monet, solo en Giverny, y un enlace a Youtube censurado en mi país (F.V. vive en Torrent, y quiero suponer que ha visto el vídeo sin problemas, lo que corrobora mi teoría de que Torrent es otro mundo).

Me gustan los trenes y las estaciones de tren. Mi abuelo paterno era ferroviario. En mi infancia abundan los trenes: trenes de juguete, trenes aritméticos (“Dos trenes parten al mismo tiempo, uno al encuentro del otro, de dos estaciones A y B, separadas entre sí por una distancia de 100km. El tren que sale de A lo hace con una velocidad constante de 180 km/h; el tren que sale de B lleva una velocidad, también constante, de 40 m/s. ¿Cuánto tiempo tardan en cruzarse? ¿A qué distancia de la estación A se cruzarán?”) y trenes como metáfora de la vida. En el tren de la vida podías ejercer de máquina, de vagón de pasajeros, de vagón de carga, de furgón de cola o, como dejases pasar tus oportunidades, de tirado en el andén. O eso me contaban mis profesores.
De entre todas estaciones de tren, las que más me gustan son las abandonadas. También me gustan los cines sin público, los barcos varados, las fábricas de ladrillos oxidados y manómetros a cero, las casas deshabitadas y los despoblados. En las estaciones, los cines, los barcos, las fábricas, las casas y los pueblos abandonados siempre hay papeles agujereados de lepisma, chismes arrumbados y manchas de humedad de color amarillo isabelino*. He tenido la suerte de explorar cines abandonados, tanto de pequeño como de mayor, venciendo a medias, por falta de manos, mi afán expoliador (debería alquilar furgonetas con chófer bracero). Y un buen número de apeaderos olvidados, bien por desuso bien porque automatizaron el paso a nivel. Y tanto en apeaderos ausentes, salas de cine sin programa, barcos sin tripulación, fábricas inservibles, casas desocupadas o pueblos desiertos me he encontrado de miedo. Pero de miedo del bueno, porque (no me preguntes por qué, mi único y querido lector) se da la paradoja de que no creo en la vida ultraterrena pero sí en los fantasmas y, sin embargo, no les tengo recelo alguno. A mí, los que me dan pavor son los vivos, como en las buenas pelis de zombis (¿hay alguna mala?). Los espíritus no son la peor compañía. (Por cierto, qué cinematográficos resultan los espectros de los jefes de agujas, espectadores, gavieros y grumetes, inquilinos y concejales mareados entre la vida y la muerte).
Me encanta estar solo, como ya dejé escrito. Solo, como Monet en Giverny. O poco y bien acompañado. No creo ser un caso extraño. De pequeño fui un niño solitario, lo que no implica tristeza insociable. Era feliz, muy feliz, con mi abuelo, mi amigo y mis bichos. Durante la adolescencia, me contagió la manada. Por suerte o afinidades, caí en la troupe de los bobochorras, unos tipos que me condenaron a ser quien soy. En la banda, entre otros, estaba Manolo Celis, nieto del fundador de la cuadrilla cómica “El Bombero Torero y sus Enanitos Toreros”, con quien, a decir verdad, tuve una relación de camaradería pero no de amistad profunda. Hace muchos años que no sé de él. Ahora, siento de nuevo la necesidad de soledad. Leí hace poco, en la sala de espera de mi dentista, una revista reciente, de apenas dos años de antigüedad, en la que se aportaba un listado de las diez cosas que nos hacen felices en la madurez. El estudio, empíricamente científico dadas sus prestigiosas (aunque manoseadas) fuentes (revista “Muy Interesante”), enumera y explica estos diez anhelos. Uno de ellos es la búsqueda de una soledad elegida. El artículo explicaba que vivimos en una sociedad extrovertida, que sobrevalora las relaciones gremiales y que, a cierta edad, deseamos una tranquilidad íntima que encontramos en la soledad. Y no seré yo quien dude de las conclusiones de tan acreditada publicación (sobre todo cuando apoya mis tesis). Lo cierto es que pretendo justificar mis pocas ganas de relacionarme más allá de mi trabajo. Quizá, después de todo, no sea tan malo perder algunos trenes y verlos pasar desde el andén de un apeadero sin parada, abandonado.  

* La infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y de su tercera mujer Isabel de Valois, fue la que dio nombre al color isabel o isabelino, un color tirando a amarillo, nombre inspirado en el tono de su camisa, que la infanta había prometido no mudarse en todo el tiempo que tardaran las tropas en entrar en Ostende. Y las tropas tardaron tres años.

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