sábado, 26 de mayo de 2012

Nueva entrega de las aventuras de Mago, el cariñoso perromierda

Hoy he comido en casa de Lola y Fran. La comida ha sido excelente, tirabeques con jamón y huevos fritos, pero la compañía y la conversación han sido todavía mejores. Por encima de la excelencia, se acerca uno a la divinidad. Después, he trabajado un poco, no mucho, y he regresado pronto a casa. Mago, el afable perromierda, esperaba ansioso de esfínteres su paseo crepuscular. El perromierda es inquieto de natural y centrifuga de apretón. Así que me preparé para uno de esos paseos hipertensos, en los que sólo me relaja lanzar golpes francos de puntera con los cojones del perro. Mago no es muy listo. De hecho, su mirada deja entrever la nada. Es la misma opacidad que percibo en el 50% de la ciudadanía y el 100% del gobierno. Mago no tiene gustos sofisticados. Le basta con comer fuera de carta, dislocarme el hombro de vez en cuando, que le olisqueen el culo otros perromierdas, mear por parroquias, aullar a las ambulancias que pasan, oler y degustar orines ajenos o lamerse la bolsa con fruición. Esta tarde, Mago parece dispuesto a representar sin cicatería todo su repertorio. No obstante, me lanzo a las prístinas calles del Cabanyal descuidando un tanto las defensas, arrastrado, quizás, por la dulce digestión  de los tirabeques y el orujo ulterior. Mago, el perromierda, parece intuir mi debilidad.
Salgo pertrechado con todo el equipo de supervivencia, a saber: bolsa de plástico ignífuga     XXL, por si al bicho le da por deponer donde no toca, (las heces de Mago son del tamaño y de la misma composición magmática que la isla del Hierro), collar asfixiante y látigo. Además, siempre atento a la fama de dandi que he cultivado entre mis convecinos, me visto de pasarela: camiseta verde palangana, algo encogida, con manchas de vino y agujerillos de toba, con el lema "Fiestas de la Vendimia. Peña Los Salidos. Argamasilla del Secarral Mediano 1986", acompañado por una ilustración muy graciosa que representa a un burro estrábico con la lengua fuera y síntomas de priapismo. Además me cubro con bermudas pirata y calzo unas tenis asaeteadas por las uñas de mis dedos gordos. Para completar el atuendo y aportarle un toque chic, me toco con un sombrerito de playa, de los que llaman de atontao, porque, hasta de retirada, el sol quema mucho desde lo del cambio climático. Pero, ¡ay!, cometo el trágico error de olvidar la prudencia. Y Mago, como el Madrid al contraataque, no perdona los descuidos del rival. Y es que Mago no es malo, pero está bragado: treinta y dos kilos de fibra marmórea.

No bien he alcanzado la acera, decorada de chicles recientes y añejos, perromierda, recordando por instinto el uno por cien de galgo que se diluye entre sus mil leches, decide esprintar hacia la farola más cercana. Parece Hulk empapado de crak. Yo pedaleo tras él, cercano a la sensación que soporta sobre sus cervicales un piloto de Fórmula 1, casi ingrávido, hasta aterrizar de canto sobre el basamento purpúreo de oxirón y orines de una de tantas farolas del alcalde Rita (también conocido por alcalde LaRita o Larry, a secas). Así las cosas, me levanto sacudiéndome el polvo y peinándome el pelo con los dedos, como si la situación fuese de lo más natural del mundo, y saludo impertérrito al vecino del bloque 1, escalera 2, puerta 5.

- Buenas tardes, vecino (nunca recuerdo los nombres de mis vecinos, sin embargo, todos conocen el mío, no sé por qué).

- Hola Antonio. ¿Qué? ¿Ya vas cocido? -responde mi vecino desde una distancia prudente, sabedor de la destructiva efusividad de Mago-.

- No. Es que el perro me ha tirado al suelo.

- ¡Ah! ¿Pero es un perro? Pensaba que era un T-Rex (graciosito y aficionado a Spielberg, el vecino).

- Je, je. Pues bueno, que sigo con el paseo (capullo, por lo bajini).

Muy mermadas mis ganas de vivir, me acerco al pipí-can favorito de perromierda. Como sea que el alcalde Rita ha decido no recoger la basura en el barrio del Cabanyal, puede imaginarse cómo lucirán los retretes caninos. Como ochomiles. Majestuosos y muy escasos de oxígeno. Mago escala hasta el campamento base y deja caer un zurullo con tropezones de colores de pienso fabril, del tamaño de una falla infantil y muy parecido estéticamente a las torres de la Sagrada Familia de Gaudí. El hedor acumulado posee la consistencia del hormigón. Se trata de una peste muy densa, infranqueable, más allá de los vapores mefíticos del Averno. Por fortuna, me crié disparando a las ratas en el antiguo cauce del río Turia, y el tufo a desagüe me hace evocar melancólicos recuerdos. La peste nauseabunda persistirá en el pelo de Mago y en mis ropajes principescos hasta bien entrada la noche, neutralizando el efecto del Ambi Pur Tres Aromas Selváticos que compré en Mercadona.
Por no caer en la depresión y para entretenerme, inicio un breve estudio antropológico de campo, del todo amateur, del que extraigo estas conclusiones:

a)     Los seres humanos, al menos los del Cabanyal, que dibujan un variopinto crisol étnico, estamos mal diseñados. Dios nos creó a Su Imagen y Semejanza, pero nos modeló mal, bien por escasez de técnica bien por pereza.
b)     8'93 personas de cada 10 son feas de cara.
c)      Todos combinan mal los colores del chandal, excepto los dos que corren desnudos.

 Y, concluidos de sobra los objetivos del paseo, doy media vuelta y regreso a casa. Y así podría haber terminado la jornada, felizmente, como comenzó.

Soy un fan retrógrado de la narración tradicional: planteamiento, nudo y desenlace. Sin embargo, el perromierda pertenece a la generación de los cien finales, que inició Carrie y sublimó Terminator. Mago aborrece los finales sin susto.
Conozco a todos los perromierdas y amomierdas del barrio, y todos me caen como el culo. Algunos pretendieron entablar conversación conmigo cuando Mago era cachorro. Yo me los quité de encima con elegancia, haciéndome pasar por un afectado extremo del Síndrome de Touret.

- ¡Hola! ¡Qué bonito! ¿Es de raza?
- Sí, ¡de la de tu puta madre, cabronazo! Lo siento. Padezco el Síndrome de Touret, pedazo de mamón, y no puedo evitar insultar a todo el que me habla, grandísimo hijo de la gran puta de tu madre.

Desde entonces no se me acercan. Ni tan siquiera, curiosamente, un par de dueñas guapísimas de sendos bull-dog franceses a las que abordé sin fingir.
Pero todo superhéroe tiene su antagonista, y el mío es un viejo lelo que pasea algo parecido a un botijo peludo. Esto de que el abuelo "pasea" no deja de ser un pourparlé, porque el iaio camina a la velocidad de los muertos, que se mide en milésimas de segundo por eternidad (mlsg/éter). El barrilete peludo y con patas del carcamal avanza un nanosegundo por encima de la velocidad de su dueño por lo que, con los años y merced a la correa extensible, ha conseguido sacarle un par de metros. Estos dos metros de nylon son un arma de destrucción masiva que podrían destruir la civilización oriental tal y como la conocemos. Ignoro los motivos por los que Mago encuentra tan atractivo al bicho ponzoñoso del matusalén, pero el caso es que, en cuanto lo ve, parece sentir un amor extemporáneo. Será cosa de las feromonas. Por otra parte, resulta paradójico que yo, que voy con mil ojos para no cruzarme con otros amomierdas y sus perromierdas, nunca intuyo la presencia de estos malvados. He llegado a pensar que se trata de un misterioso fenómeno espacio-temporal, quiero decir que, del mismo modo que nuestra vista no es capaz de advertir nada que viaje más allá de la velocidad de la luz, quizá tampoco lo sea para percibir la ultralentitud (pero yo soy tonto, porque soy de letras, y no entiendo de estos asuntos). El caso es que Mago, atraído irremediablemente por lo pérfido o debido quizá a su homosexualidad gerontofílica, tuerce dos esquinas con un zigzag vertiginoso y se enreda, una vez más, en los dos metros letales de nylon. El puto perro y yo parecemos dos víctimas que agonizan en las pegajosas redes de la viuda negra. El anciano y el bicho zombie ni se inmutan. Será, supongo, porque están muertos. Una vez más me enfrento al nudo gordiano, pero sin espada. Como ésta ya me la sé -y me da que no será la última- me lo tomo con resignación. Desengancho la correa de la mano del viejo. Ni parpadea. Parece disecado. Yo, sin embargo, no puedo controlar mis orbiculares, que vibran inopinadamente. Comienzo a desenredar las correas de los perromierdas con el pulso firme de un ingresado reciente en Proyecto Hombre. Entretanto, Mago se solaza olfativamente en ano ajeno. Es el paso previo a la monta. Nunca he sido demasiado partidario de la necrofilia con el propio sexo, por lo que me apresuro en el desenredado. Pasado lo que parece una vida para mí pero un pequeño paso para la momia, libero las correas y, de un tirón, el ojete de la mascota muerta.

Quiero llegar a casa. Mago sonríe satisfecho. Algunos perros sonríen, los muy hijos de puta. Atrás quedan, como muñecos de cera, el viejo malvado, su pequeño esbirro y los dos metros mortíferos de nylon. Una vez más huí de ellos. Quizás no tenga tanta suerte en nuestro próximo enfrentamiento. Y lo peor de esta historia es que no tiene un desenlace a mi gusto. Aunque sí una moraleja: si queréis adoptar un animalito, coged un virus.