Esta es una historia ya leída. Un
aficionado se propone escribir un cuento de navidad. Tan sólo tiene el título:
“Cuento de navidad con mendigo”. Al aficionado le suena muy navideño, en la
línea de “¡Qué bello es vivir!” y otras historias por el estilo. El cuento, se
dice, ha de tener un tono entrañable sin caer en lo blandengue. Y nada de
milagros ni referencias al niño Jesús ni a ningún otro niño. El aprendiz de
escritor, bloqueado, no avanza más allá del título, por lo que recurre a la
técnica rousseauniana del paseo. Para que un paseo resulte eficaz e inspirador
hay que evitar distracciones. Por lo tanto, nada de perro ni de auriculares.
Pero ¡ay! el barrio está muy animado en navidad, y al escritorzuelo le basta el
vuelo de una mosca para despistarse. En realidad, el aficionado posee una vida
interior abisal, pero funciona por hiperenlaces, de modo que puede comenzar
observando el vuelo de la mosca y terminar encontrando la solución a todo de
todo en el culo de los mandriles. Esta dispersión, que pudiera parecer una
virtud, hace que, en ocasiones, el escritorcillo se pierda en un laberinto del
que no encuentra la salida.
Veamos, se dice, qué me sugiere la
palabra "mendigo". De entrada, es del todo incorrecta. Mejor sería
"sin techo" o "vagabundo". Pero es que yo quiero que el
mendigo de mi cuento sea sedentario, el que pide en la puerta de la parroquia
al que conoce todo el mundo. Desde luego, si alguien escuchase tus
pensamientos, pensaría que eres un clasista capullo. Que lo eres, sin duda,
(capullo, que no clasista) porque esta historia todavía no ha empezado y ya no
tiene arreglo. Quizá, podría hacer que el mendigo le diese una lección de
humanidad a un presidente de escalera. ¡Menuda gilipollez! Vamos a ver...
Herramientas del mendigo: cestita con algunas monedas y cartón con el lema
"Tengo hambre". ¡Ya lo tengo! Un coleccionista de monedas (¿cómo se
llaman? ¿almonedistas? ¿numismáticos? ¿atontaos?) le da al mendigo una valiosa
moneda por equivocación. Para cuando cae en la cuenta, el mendigo ya ha gastado
su dinero aquí y allá. El ¿numismático? y el mendigo pasarán el día rehaciendo
la ruta de lugares miserables por los que pasó el segundo, comprendiendo ambos
que sus vidas no difieren demasiado la una de la otra. Sus alegrías, sus
tristezas, en fin, toda esa mierda. Por cierto, la moneda, tan parecida a un
euro, no aparecería nunca. Posiblemente, el mendigo se la jugaría en una
tragaperras. Vaya mierda. Un momento. Mejor así: el ¿almonedista? atisba la
valiosísima moneda entre las del cestillo e intenta timar al mendigo. Se ve que
algún alma generosa pero ignorante la ha dejado caer ahí. El coleccionista le
propone un juego al mendigo. Un juego en el que el mendigo, aparentemente, no
pueda perder. Las monedas de su cesta a cambio de un billete de cien. Al avaro
le saldrá mal el jueguecito y la moneda se perderá para siempre. He de pensar
el juego. A ver. Algo relacionado con que las monedas floten, a ser posible en
la pila bautismal. "Si consigo que tus monedas floten en la pila
bautismal, me las quedo todas. Si no lo consigo, te doy cien euros por tan sólo
una de ellas" (o algo así). "Voy a avisar al padre Nicomedes para que
nos deje hacer el experimento en la pila bautismal". Cuando regresa, el
cestillo está vacío. "¿Dónde están las monedas? Como tardaba -contesta el
mendigo- he probado en la orilla del río. No ha flotado ni una. Me debe cien
euros. Y esta moneda es para usted". Y el mendigo saca una moneda. Podemos
dejar un final abierto (los odio), que no se sepa de qué moneda se trata. O dos
posibles finales: con la moneda
valiosísima o con una de céntimo. Y entonces... ¡Joder! ¡Parezco el
nieto tonto de la mascota de Roald Dalh! Por cierto, ¿en qué peli de los Monty
Phyton salía lo de las piedras? Uno dice "A ver, dime cosas que
floten", y el otro contesta "¿Las piedras pequeñas?" Voy a
entrar en el mercado. Seguro que me inspiro con los caquis y las habichuelas
medianas. Pero... ¿qué es este ruido infernal? ¡Villancicos! Este país es la
pera. La gente hace ruido cuando protesta y cuando se divierte. Parece
obligatorio berrear y montar bulla. "¡Mirad, mirad cómo me divierto!
¡Mirad, mirad cómo protesto! ¡Chumba, chumba, chumba!" ¡Hostia puta
mandarina! Estoy hecho un iaio renegón. Pero es que es la leche. De aquí nada
organizarán saraos en los entierros, a lo Niuorlins. Tengo que revisar mis
últimas voluntades. Nada de bandas municipales tocando el "Adiós amigo,
good bye my friend". Lo menos que se puede pedir en un entierro es que la
gente finja estar triste. Lo que sí tengo claro es la música de mi cuento de
navidad con mendigo: Dean Martin. "You're nobody 'till somebody loves
you". El Rat Pack. Uhmmm. Éstos sí que molaban. Eran unos machos. Y no como yo, que me gustan los
valses, los ungüentos y las regalías. Bueno, no. Porque yo soy un canalla. O
quiero serlo. Pero no de esos chulos de las películas americanas que hacen que
las chicas finas hagan cualquier cosa que él les pida. Yo quiero ser un canalla
lumpen, de bareto cutre (no me lo creo ni yo). Como ese bar de Madrid, donde la
parroquia aguantaba de once a una de la noche trasegando vinos y gin tonics. ¡Y
qué parroquia! Neorrealista. Narices grandes con venillas, chepas y calcetines
color carne. ¡Y qué callos cocinaban! ¡La Mare de Deu! ¡Mel de romer! Sin embargo, luego me
llevé al pobre Juanito Márquez a cenar a un cutre con encanto donde los callos
sabían a Pato WC. Callos. Mmmm. Voy a acercarme al puesto de la casquería y a
ver qué encuentro por ahí…
Y así hasta el infinito.
De vuelta a casa, el escritorcete se
cruza con tres mendigos. Uno arrastra un carrito de supermercado con todas sus
pertenencias. Otro le pide un cigarrillo. El tercero duerme frente a la entrada
del edificio donde vive el escritorzuelo.
El aficionaducho ha perdido todo el
interés por la historia. Siempre ha sentido curiosidad (quizá malsana, aunque
su bondad fingida no lo admita) por saber qué le puede ocurrir a alguien para
acabar viviendo en la calle. Supone que hay motivos muy diferentes y que, en
muchos casos, el alcohol tuvo buena parte de culpa. Una vez, tuvo una relación
de camaradería con un mendigo que vivía en un coche abandonado, pero nunca
consiguió que le contase nada de su vida anterior. Se limitaba a dejarse
invitar a vinos y a contar chistes que muy a menudo sólo entendía él.
No hace mucho, el mediocre juntapalabras
esperaba el autobús. Era verano. Detrás de él, un mendigo, sentado en la acera
y acompañado por un perrillo dormido, lloraba desconsoladamente. Los
transeúntes transitaban. A nadie parecía importarle aquel hombre afligido. El
escritorzuelo no sabía qué hacer. Sentía un profundo pudor y temía molestar.
Pero, finalmente, se sentó junto a él. Se trataba de un hombre joven, de unos
treinta años, de barba y cabellos rubios. No pedía dinero. Sólo lloraba.
¿Necesitaba algo? ¿Estaba enfermo? ¿Quería que llamase a alguien? El hombre
negaba con la cabeza. ¿Seguro? ¿No puedo ayudarte? Pasado un rato, el joven
miró al aprendiz de escritor y le dijo entre sollozos: “Es que es muy duro, es
muy duro”.
¡Feliz navidad!