Mi primera novia se llamaba
Zacarías (es nombre simulado, para preservar su identidad). Zacarías tenía trece
años. Yo, catorce. Zacarías no era una niña guapa, pero tenía un bonito cuerpo,
muy desarrollado para su edad. Tú ya me entiendes querido lector. Zacarías y yo
íbamos al mismo colegio. Una tarde de invierno, durante el recreo, se me acercó
y me dijo “qué bonita bufanda, ¿me la dejas?”. Yo le contesté azorado que sí,
que claro, y ella añadió “te la cambio, toma la mía”. ¡Aquella bufanda olía a
gloria bendita! Después supe que se trataba de una colonia pija. Desde
entonces, y ya peino canas, cada vez que me cruzo con una mujer que utiliza esa
colonia me acuerdo de Zacarías.
Los fines de semana salíamos
a dar una vuelta, siempre en pandilla. Deambulábamos por las calles, porque
tampoco teníamos nada mejor que hacer. Zacarías me cogió de la mano y me apartó
del grupo. Después -ya había anochecido- nos sentamos en el bordillo de la acera. Se
acercó a mí y me besó en la boca. Mi primer beso. En ese preciso momento me
enamoré perdidamente de Zacarías, como es lógico. Y quedé a su merced.
Zacarías y yo fuimos novios
un montón de meses. Vino a mi casa y yo fui a la suya. Conocí a su mamá y a su
papá, con el que Zacarías guardaba un acentuado parecido: la misma frente
abombada, con ese curioso nacimiento del pelo tan cercano al occipucio, que en
el caso del papá era alopecia y en el de mi novia un hermoso rasgo de belleza
primitiva, y ese contraste entre las orejillas diminutas y esos dientes
saltones que no le cabían en la boca. Me encantaban esos dientes tramontanos. Para
que pudiera diferenciar a Zacarías de su papá,
la naturaleza tuvo a bien dotarlos de rasgos propios: mi novia, de
momento, no tenía bigote y su papá no tenía pechos.
Cuando iba a casa de Zacarías
nos encerrábamos en su cuarto. Supongo que los padres de mi novia me
consideraban un tipo inofensivo. Y, de hecho, lo era. En su cuarto, mi novia se
tumbaba sobre su cama y yo intentaba tumbarme sobre mi novia. Sin éxito, más
allá de esos cariñosos empujones que me enviaban al suelo rodando. Pero yo,
loco de amor, perseveraba, y como el que sigue la consigue, un día le toqué una
teta por encima del sujetador, la camiseta de invierno y el jersey.
Se acercaban las vacaciones
y Zacarías, como todos los veranos, se iría a Irlanda para practicar su inglés.
Mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha fatídica. ¿Qué sería de
mí sin mi novia? Ella, por el contrario, parecía contenta. Yo diría que
exultante. Una tarde le pregunté “¿Qué va a ser de mí sin ti?” y me contestó “No te preocupes, lo tengo todo
pensado”. Y sí, efectivamente, lo tenía todo pensado, la cabrona.
Este era el plan de
Zacarías. Puesto que me iba a quedar sin novia unos meses, ella me había
buscado una nueva. Mi nueva novia, a la que llamaremos Gregorio por discreción,
era una buena amiga de Zacarías. Todo estaba bajo control. Zacarías le había
hecho creer a Gregorio que yo estaba perdidamente enamorado de ella y que
íbamos a cortar. Yo sólo tenía que declararle mi amor y ya está: novia nueva.
La trama, a mi modo de ver, tenía alguna pega. Así se lo comuniqué a Zacarías.
Para empezar, yo no era un puto. Además, dando por hecho que Gregorio estaba en
el ajo y conforme, no sé qué sacábamos en claro ella y yo de este revuelto. Y por
último, y no por ello menos trascendental, Gregorio era fea. Ahorraré a mi
lector descripciones o metáforas terroríficas que trastocarían el tono del
relato. Zacarías, que tenía respuesta para todo, me contestó que no se trataba
de ser un gigoló, sino de una buena persona que transmitiría amor a alguien que
lo necesitaba. Gregorio, a la vista estaba, no resultaba atractiva para el
género masculino que, por lo general, atesora ciertos prejuicios hacía el acné
y la asimetría. Gregorio, sin embargo, era una bellísima persona que daba
limosna y no había matado a nadie. Además de estar colada por mis huesos desde
que Zacarías le habló de mi pasión por ella. Creo que Gregorio se hubiera
colado por los huesos de cualquiera, aunque no los recubriesen ni chicha ni pellejo. En cuanto al futuro de
nuestra relación, opinaba que el plan facilitaba mucho sus amoríos irlandeses,
puesto que no se sentiría demasiado culpable si yo me enrollaba con otra. Para
entendernos: ella se pegaría el lote con unos cuantos pelirrojos mientras yo
disfrutaría de la sensualidad de Gregorio, a
mi entender tan soterrada como el núcleo o nife. Por último, Zacarías me
prometía un beso con lengua como anticipo de lo que sería un reencuentro
tórrido. Muy ofendido, como es normal, me negué durante cinco o seis minutos. ¡Un
beso con lengua es un beso con lengua!
¡Y lo que va por delante, va por delante!
Salí con Gregorio un par de
días. Después, rompí con ella. Aquello no estuvo bien. No voy a justificarme,
pero era un crío.
Zacarías regresó de Irlanda
y me dio carpetazo. Yo no había cumplido con mi parte del plan.
Un tiempo después supe que los
besos con lengua eran bidireccionales, y no con la lengua del chico pegada al
alveolo del paladar, como me había hecho creer Zacarías, mi primera novia.