lunes, 2 de septiembre de 2013

¿Mozart o Beethoven?




El primer disco que compré, a eso de los trece años y con dinero de mi padre, claro está, fue el  "Rhapsody in white" de Barry White and The Love Unlimited Orchestra. El segundo, el disco rojo de The Beatles, que también pagó mi padre, claro. El de los Beatles lo conservo hasta hoy. El de Barry White me lo levantaron en alguna fiesta, pero lo recuperé hace tres años en una tienda de segunda mano por un par de euros. Por supuesto, estamos hablando de vinilos de 33 rpm. Este disco, demasiados años después, me parece buenísimo. Mi sobrino-hijo Nacho dice que es música de follar. Y puede que tenga razón, pero, ¿qué mejor que una música con la que te entran ganas de follar? Pues la hay: la música con la que lloras. Hoy se me ha caído la lagrimita con las Sonatas Patética,  Claro de luna y Appassionata de Beethoven, interpretadas al piano por Wilhelm Kempff para Deutsche Gramophon. Es lo que tiene ser pedante y sensible, que te vuelves medio nena y no hay manera de competir y ganar dinero. Ya no sirves ni para ligar, porque las chicas los prefieren del tipo shore, tatuados y subnormales. El caso es que estaba en el cuarto de baño, de pis mientras se pochaban la zanahoria y la cebolla de la salsa, cuando se me escapó la sal por los lagrimales en el segundo movimiento Adagio cantabile de la Patética. Y la culpa no la tuvo la cebolla, no, sino la música de Beethoven maravillosamente coreografiada por la levísima y cantarina torrentera de mi orina y la belleza del escenario. Entraban haces cálidos de luz a través de la persiana, estrechas franjas reflejadas en el suelo. Más allá, al otro lado del pasillo, veía la cómoda de mi antiguo dormitorio, heredada de mi abuela Antonia. (Para que se entienda esta circunstancia, he de decir que no soy muy dado a cerrar la puerta del baño. Sobre este dato, interesante sin duda, me extenderé en otro artículo si me lo requiere el nardo). Encima de la cómoda descansan algunos objetos de mi agrado: un cartabón de madera, dos botellitas de perfume rellenas de minúsculos cristalitos y minerales de colores pulidos en la orilla de la playa, un pequeño broche modernista de un caballito trotón muy estilizado, uno de mis muchos tomos de ejercicios espirituales para todos los días, editados en 1847 y cuyas hagiografías me confortan enormemente antes de dormir, un misal encontrado por la calle y engordado con estampitas y necrológicas, una plancha de  de viaje de 125 W y no más de quince centímetros de eslora, una maquinilla de afeitar eléctrica Phillips de baquelita de un solo cabezal, una piedra, cuatro cajas con negativos fotográficos de cristal, una muñeca de porcelana con el cráneo hecho trizas, una bandejita  con los restos del cráneo de la muñeca de porcelana y sus ojos bulbosos, otro brochecito folclórico de ganchillo que representa a una pareja de cuáqueros, fotos de comunión de mis hijos y una escribanía en la que reposan varios objetos encontrados en el suelo como una foto sepia de un desconocido muerto con seguridad, una entrada al jardín botánico de Madrid, un botón de abrigo, plumas de aves diversas, un sello, dos monedas, una navajita de pata de cabra con pezuña y pelo, una caperuza de boli verde mordida y, al lado, un monedero hecho con dos conchas nacaradas que parece una vulva cuando lo abres y un pedacito de hábito de la madre Maravillas, acompañado de una foto de la susodicha, que era muy fea y que mi madre escondió debajo del colchón para que aprobase el selectivo. Y todo esto sin contar lo que guardo en los cajones. Ni con las otras centenas o miles de trastitos heredados, regalados o encontrados que guardo por todas partes. Entreveo mis objetos queridos, escucho a Beethoven, orino y lloro un poco. Pero es que anteayer lloré un poco mientras escuchaba el Requiem de Mozart y tostaba unas brochetas en la brasa y echaba en falta a un viejo amigo. Y entonces me sobreviene la pregunta chorra: ¿y tú de quién eres, de Beethoven o de Mozart? ¿De Barry White, de los Stones o de los Beatles? Y me respondo, pues depende.











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