jueves, 27 de junio de 2013

Perromierda, mi musa



Cuando yo era un niño, allí en el pueblo, tuvimos muchos perros de todos los tamaños y pelajes. A mí me gustaban todos los animales: los perros, los gatos, los conejos, las gallinas, los cerdos, las cabras, los ratones, las palomas, las lechuzas, las abubillas, las golondrinas, los gorriones, las lavanderas, las ranas, los sapos, las serpientes, las lagartijas, las salamanquesas, los caracoles, las babosas, las luciérnagas, las mariposas, los saltamontes, las mantis, los grillos, las escolopendras, los ciempiés, los bichos bola, las tijeretas, las abejas, las moscas, las arañas... Me encantaban las arañas. No tanto los mosquitos, las avispas y las hormigas. Los mosquitos tienen un zumbido que molesta por las noches. Las avispas se cuelan entre las gafas y el ojo cuando pedaleas en bici y te pican en el párpado que se te hincha y no ves nada y pareces gilipollas. Las hormigas son caso aparte. ¡La de horas que he echado observando a las hormigas! Esta labor entomológica de campo me llevó a concluir que las hormigas son clasistas y racistas. Existen muy diversas especies de hormigas que, como especialista que soy, definiré en términos científicos empero asequibles para el vulgo: negras gordas, negras chicas, negras delgadas con las patas largas que corren que se las pelan y rojas pequeñas. También están las que vuelan, pero yo creo que son subespecie o mutación. Las negras gordas son las peores. Se subdividen en castas: currantes, soldados hija putas y reina. La reina no pega chapa y se dedica a poner huevos. En esto se parece un poco a la de España. Las currantes trabajan de sol a sol, arrastrando trocitos de otros bichos, semillas y caca para aprovisionarse para el invierno. En este punto no entraré en metáforas porque no casan. Los humanos hacemos lo mismo, pero para el verano de nuestros hijos. Y, por último, las soldados hija putas. Estas hormigas triplican en tamaño al resto de su familia. Poseen un enorme cabezón rojo y unas mandíbulas potentes. Más de una vez dejé que me mordiesen por el placer de levantarlas con la yema de mis dedos. Dolía. Las hormigas currantes, a fuerza de caminar arriba y abajo, desbrozaban un pequeño sendero. Las soldado cabezonas vigilaban las lindes. A las que se salían del carril las castigaban a bocados. Las reincidentes morían desmembradas. Pero no en balde, porque sus protórax, patitas y antenas servirían de alimento invernal a su familia. Y ahora no comparo por evidente. Y, si esto hacían con sus congéneres, imaginad con sus rivales. Atrocidades. Baste decir, para evitar truculencias, que no convenía merodear por la entrada del hormiguero si no eras de las suyas. Para terminar lo que pretendía ser una breve y amena digresión, quiero agradecer a las hermanas hormigas todas las tardes de infancia en las que disfruté de cómo ordeñaban a los pulgones, cómo arrastraban cadáveres que quintuplicaban su propio peso o del profundo amor por la libertad que imbuyeron en mí sin que fuese su intención.

La única diferencia entre los perros, los gatos y el resto de animalitos del Señor, es que a estos no se los mataba, ni para comer ni por gusto. Perros y gatos se llevaban bien. De hecho, ninguno estaba por encima del otro en la escala jerárquica. He visto a perros y gatos comer y dormir juntos. Tampoco resulta extraño entre animales que han nacido y se han criado a la par. Los perros guardaban la casa y hacían compañía. Los gatos se comían a los ratones y hacían compañía a veces. Tanto los unos como los otros eran fruto de los amoríos mestizos, muy a menudo intergeneracionales, de un árbol genealógico que  se perdía en la memoria de mi familia. Esto, como se sabe, es lo natural entre los mamíferos que habitan el planeta, salvo, quizá, lo del incesto entre homínidos, porque a la larga te salen los niños tontos. O eso dicen.
Para evitar confusiones, mi familia, sin ningún otro precedente de pragmatismo ni la intención de perpetuarlo, llamaba a todos los perros Caruso o Chelín, y a las perras, Morita; a los gatos, Minín, y a las gatas, Minina. Las nuevas generaciones, influídas sin duda por las series de televisión y películas americanas, comenzamos a llamar a los perros Bobby, Black o Tom, y a las perras Marilyn, Gilda o Grace (pronunciado Greis). A los gatos los llamábamos Minín y a las gatas Minina. También tuvimos un perro Ruski, un Max, un Campeón y un Lobo. Y muchos otros.
Ruski murió a los diecisiete años, sordo y desdentado. Le hacían papillas para comer. Me gustaba mucho hacerle la puñeta para que me gruñese y me enseñase las encías sin dientes. También me acercaba sigilosamente a sus espaldas, cuerpo a tierra, y le pegaba unos sustos de muerte. ¡Pobret! Ruski me llevaba a lomos, como si de un caballo se tratase, cuando yo era pequeñito, y lo puteé de mayor pero bien. Campeón, al que yo llamaba Subcampeón para que no se lo creyese, me mordió en la cabeza. Fue cuando aprendí que no conviene putear a un viejo perro artrítico. Sobre todo si aún conserva sus dientes.
A estos perros se les quería mucho y, por lo tanto, se los educaba a palos cariñosos. Un perro, me dijeron, es un perro. Y está para lo que está. Y es verdad. No se trata de quebrarles el lomo a leñazos, pero tampoco de tratarlos como niños malcriados.
De un tiempo a esta parte se han puesto de moda en la tele unos programas en los que se educa a los perros y a los humanos a convivir en armonía. ¡Como si no lo hubiéramos hecho desde los tiempos de maricastaña! En cualquier caso, los métodos que utilizan los adiestradores no difieren demasiado de los que se han llevado siempre. Si acaso, se han puesto al día. A los perros, en lugar de atizarles, se les da simulacros de mordisco  o  pataditas. Por lo menos mientras están delante de la cámara. Y a los humanos se les sugiere comportarse como tales, es decir, obviando su brutalidad innata o huyendo de un amanerado civilismo. Se trata de no matar a los animales por defensa, deporte o espectáculo. Y de que los animales comprendan estas circunstancias. Pero es que los animales no acaban de entenderlo, porque se deben a sus instintos. Y los bichejos humanos... pues lo mismo, unos seres capaces de hacer de la tortura un espectáculo. ¡Ya me contarás!
De acuerdo. Parte de mi formación como bicho consistió en matar a otros bichos. Pero cada vez quedan menos. Yo ya no mato ni a las bacterias, para desconsuelo de mis cercanos. Pero no consiento equiparaciones poco naturales. Por el bien de todos. A un perro no se le viste de abriguillo cuando refresca, porque le avergüenza. Los perros huelen pises y mierdas, y, a veces, se las comen. Se revuelcan en la peste y lamen sus cojones. Los perros aúllan. Los perros muerden. Y apestan, de boca a culo. Un perro es un perro, se quiera o no. Son animales de poco entendimiento, muy por debajo del de los gatos o de algunos periquitos. A mis gatos, y tuve muchos hasta la alergia de mi hija, nunca tuve que explicarles dónde cagar o cuándo acercarse a mí. Sabían de mis cambios de humor y los respetaban. Mi periquito Berto volaba libre por la casa. Sólo volvía a su jaula, que permanecía siempre abierta, cuando tenía hambre, sed o ganas de deponer (conozco algún sinónimo). Bien es verdad que alguna caquita dejaba caer en la parte superior de los marcos de los cuadros, donde se posaba a menudo, pero se trata de un sitio discreto, en el que apenas se ven. Berto me recibía todas las tardes cuando regresaba a  casa. Conocía el ruido de mi llavero y volaba hasta la puerta para posarse en mi cabeza en cuanto la abría (la puerta, no la cabeza). Entonces me decía "Toni bonito", y después se colgaba con el pico de la patilla de mis gafas y no se separaba de mí hasta que me iba a dormir. Adiestrar a Berto me llevó un par de meses. Que Mago, mi afable perromierda, entendiese que no se debe cagar dentro de los zapatos de vestir me llevó, como poco, seis o siete meses. Aun ahora, que ya tiene siete años, no acaba de comprender que hay personas a las que no les apetece que le arrollen treinta y pico kilos de cariño baboso.
A Mago lo saqué de la perrera y, quieras que no, lleva en la sangre sus orígenes arrabaleros. Para entendernos, Mago no es un perro fino. Mago se tira unos pedos que tumban. Más de una vez, de viaje en el coche, hemos estado a punto de caer en la inconsciencia y dar vueltas de campana por culpa de un cuesco traidor. Mago, el perromierda, cuando llueve piensa que le están balaseando como a un narco mexicano. Mete el rabo entre las piernas, busca el abrigo de las cornisas y me empuja para desalojarme del paraguas. Mea y caga deprisita, si es que no se aguanta, y tira para casa como alma que lleva el diablo. Creo que Mago, como los galos, teme que el cielo caiga sobre su cabeza. Una vez a refugio, el puto perro centrifuga y moja a la familia, las paredes, los muebles, los libros y todos los chismes de tecnología punta que abundan en mi casa por doquier. Mago, mojado, apesta. Viene a ser como si hubieran destapado los arbellones del averno.
Pero lo mejor de esta tontería, la moraleja, es que todos los perros son perromierdas, tengan o no raza (siempre transgénica, todo sea dicho de paso). Todos se tiran pedos y apestan. En ese sentido, todos merecen la pena, aunque algunos salgan más caros que otros (de esto de comerciar con seres vivos ya hablaré en otro momento). Ya me lo enseñó el facha  del Disney cuando vi "La dama y el vagabundo", a eso de los ocho años. Porque, por una vez y sin que sirva de precedente, Disney acertó un poco. Golfo, el prota, es un perro mestizo y, por lo tanto, asquerosamente despreciable. Un puto mulato, pero... ¡tan encantador! Golfo se enamora de Reina, una cocker pija que se ha perdido por las calles. Reina descubre que la chusma, es decir, los perros vagabundos y los de pueblo, no son mala gente. Y, como siempre ocurre, se enamora del atractivo canalla. Y al final, porque el resto de la historia es paja, Golfo y Reina tienen una camada numerosa y encantadora de Golfillos y de Infantas y deciden vivir en la opulenta caseta de la madre porque, por mucho que te pongas, siempre es mejor vivir como los ricos que como los pobres, que son feos porque tienen una dieta desequilibrada. Fin de la vida de canalla para Golfo, que ya ha pegado el braguetazo y prefiere la estabilidad a la libertad, como Dios manda. En lo que acertó Disney es en que se puede querer igual a un perro del Cabanyal que a una perrita de la Gran Vía. Sobre todo si el del Cabanyal se casa con la de la Gran Vía y se van a vivir con los dueños de ella.



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