sábado, 29 de diciembre de 2012

Cuento de navidad

De ocho a nueve me he dado un paseíllo con Mago, el efusivo perromierda. Escucho la radio y constato que el gobierno, en un alarde de prodigalidad democrática, tiene cabreada a toda la ciudadanía, desde los sexadores de agapornis hasta los notarios de primera. También me entretengo con la lectura de algunos grafitis con mensaje que embellecen las paredes a la par que conciencian a los vecinos del barrio: "Saúl mongolo", "Vero tiene polla" o "Aviso grúa". Además, compruebo que Papa Noel no se ha enterado de la crisis a juzgar por la de cajas de cartón que vomitan los contenedores de basura. Y,  mientras echo cuentas de lo gastado en almendras garrapiñadas y botellón, me sobreviene un pellizquito en el estómago que sube en espiral hasta mi cogote. Es como el estallido leve de un petazeta, el crujido de un caracol pisoteado, la explosión mínima de un petardo chino, el quebranto de un huesecillo de gorrión, el brillo hipertenso de una bombilla antes de fundirse.

Agosto. Hay instantes muy breves en los que uno parece ser feliz. Se escucha de fondo  "One drop" de Robert Nesta Marley. Aquella tarde fregaba los platos y el café hervía en el fuego. Detrás de la verja de la ventana miraba el último jardín irreductible: el naranjo, la yuca, los cactus, el bambú, la palmera centenaria, las enredaderas, el laurel, la albahaca, la yerbabuena, los geranios... Huele a café, jabón de Marsella, pinzas de tender y tierra. De pronto, la brisa empuja en un bucle imposible las burbujas iridiscentes del Mistol y el vaho aromático del cafe. Las pompas y el aroma del café giran a mi alrededor con la cadencia del reggae antes de salir disparados por la ventana y estallar y disiparse en el jardín.

Soy feliz en navidad cuando recuerdo el verano.


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