domingo, 2 de diciembre de 2012

Soledad

Me gusta estar solo. He pasado mucho tiempo solo, sin compañía, pintando, leyendo, de paseo o, simplemente, mirando al techo. Me encanta estar solo. Sin embargo, ya no puedo. Hace ya muchos años que por circunstancias familiares o de trabajo vivo rodeado de gente. No me quejo, puesto que se trata de una situación elegida y, a menudo, satisfactoria y enriquecedora. Nuestro piso es pequeño y vivimos en él cuatro personas y Mago, el afable perromierda. En la escuela donde trabajo rondamos los ciento ochenta, entre alumnos, profesores e indispensables. Ya nunca estoy solo. Y lo echo de menos.
En mis primeras notas del parvulario, del que conservo un vívido recuerdo, la profesora anotó: " Es muy introvertido. Cuando se le reprende, llora, pero se le pasa pronto". Lo de la introversión lo he superado por necesidad, aunque ahí queda, larvada. Pero ahora, cuando lloro, no se me pasa enseguida.
Ahora que el tiempo me empuja a empellones hacia la senectud, sueño con una retirada feliz, a lo Cèline. Me gustaría encerrarme en mi casa, en Altea, y no ver a nadie. Encargar los libros, los discos, las películas, la comida y las medicinas por internet. Si acaso, acercarme al mar por la noche, cuando nadie pueda asustarse de mis greñas apelmazadas, mis uñas negras y afiladas, mis dientes careados y mi ropa del trapero.
Aunque, como no soy desagradecido, os permitiría a vosotros tres visitarme con contraseña, siempre y cuando os apetezca, y no os importe arañaros con la chatarra ni soportar el hedor de los orines de mis gatos (que no son animales de compañía) y de los míos propios.

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