martes, 24 de abril de 2012

Sólo por un acento

Mi buen amigo Fran Vargas me envía un correo en el que acentúa el adverbio “sólo” y me dice:  “…diga lo que diga la R.A.E. lo sigo escribiendo con acento, porque ¿quiénes se han creído que son estos señoritos académicos para cambiarme, de un día para otro, las normas de ortografía? Con lo que me cuesta”. Y yo le respondo:

“Hola Pepino:

Esta es la diferencia:

- Hoy he tenido sexo solo una vez.
- Hoy he tenido sexo sólo una vez.
  
Besos”.

Y recibo a vuelta de mail:

“Mi querido y estimado Calabacín, siento mucho la sequía sexual que estás padeciendo en estos momentos de tu vida, pongas, o no, el acento en ello. Luchar contra la naturaleza es inútil, y puesto que Dios nos ha hecho, al final de todo, más monogámicos que los bonobos, lo mejor es asumirlo. En cuanto a nuestros encorsetados académicos, tomaron, ya hace un año, la decisión de suprimir el acento de la palabra sólo en los casos que hubiera lugar, por no saber ni ellos cuando era preceptivo ponerlo, o cuando no lo era. Volviendo a lo del sexo, esa diferencia de la que hablas, la entendí ya a muy temprana edad en mi terruño natal, puesto que allí, en la lejana y rural Galicia, apenas hay cabras en la cabaña ganadera, y las vacas son demasiado altas, y subirse a una banqueta no es aconsejable, ya que las terneras jóvenes, por naturaleza ardientes, tiran coces a discreción cuando la pasión las domina. Algunos individuos parecen preferir la compañía de las cerdas, pero, suciedad aparte, muerden como demonios, y a mí, siempre me han dado miedo. Además, cuando echan a correr, ya no hay quien las pare. Nada de esto, como comprenderás, favorece la precocidad de los gallegos en el terreno amoroso. Por lo demás lo llevo bien”.

Un cordial saludo, tu amigo Pepino.

Y yo entro al trapo:

“Hola Boniato:

Altea, como sabes, es un pueblo sofisticado y cosmopolita, muy alejado en las costumbres y en la moral de la rural e incivilizada Galicia, conocida en los cenáculos operísticos, no sin pizca de sorna, como “La Ganadería Rusticana”. Los jóvenes alteanos nos acostumbramos con naturalidad a la visita de saludables púberes del centro y el norte de Europa, que venían atraídas a nuestra tierra no sólo por su belleza y ambiente bohemio, sino también por la fama amatoria de sus vernáculos. En efecto, los adolescentes esperábamos ansiosos la llegada del estío, y, con él, la de las golondrinas y las suecas rubias en bikini. Y cuando llegaba ese día… ¡cuánta felicidad henchía nuestros corazones y braguetas! Tal era así que, sin poder aguantarnos, las abordábamos en la playa y gritándoles, para que nos entendieran mejor, les soltábamos lindezas como: “¡GUA-PA, RU-BI-A, SI TÚ QUIE-RES TE HA-GO UN TRA-JE DE SA-LI-VA!”, acompañadas de un repertorio gestual, digno del mejor Marcel Marceau, que refrendaba nuestras propuestas. Un alarde poético y teatral muy alejado, como se ve, de la grosería galaica. Es por eso que todavía no acabo de entender por qué huían como alma que lleva el diablo, dejándonos enhiestos y con muy pocas salidas, a saber: jugarte el físico con alguna lugareña – si no te atizaba ella, lo hacían sus hermanos, su padre y hasta su madre-, emular al bueno de Onán o acercarnos a los corrales, donde la preciosa Puchi, mi cabrita favorita, accedía dócil a cambio de ramonear brotes tiernos. Creo que, después de esta explicación, queda claro que lo nuestro era por necesidad y no por vicio, como hacen algunos de Finisterre.

Un entrañable abrazo”.

Y ya está bien, que hay que trabajar.

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