lunes, 30 de marzo de 2015

Nuevas tecnologías



Buena parte de mi formación intelectual se la debo a los cines de barrio y al quiosco de la esquina. Así me va. En los cines asistía a sesiones triples en las que me tragaba y digería mal películas de todo tipo. Mis favoritas eran las de ciencia-ficción. En el quiosco, como complemento, me proveía de tebeos y libros baratos del mismo género. Lo peor de todo este asunto es que, si bien he diversificado mis gustos, sigo consumiendo libros, cómics y películas de ciencia-ficción con voracidad adictiva, con el consiguiente menoscabo neuronal y monetario.

Como espectador y como lector devoto, echo la vista atrás y sin necesidad de irme muy lejos constato que los guionistas y novelistas no previeron en absoluto.

Nadie predijo internet.

De cápsulas para viajar en el tiempo, nada de nada. De robots antropomorfos que se encarguen de las tareas gratas o ingratas, menos. Al parecer, todavía son incapaces de lavar un vaso sin que se haga añicos o de subir y bajar escalones sin partirse la cibercrisma. Y eso que estamos en el siglo XXI, un tiempo que ya debiera ser el del teletransporte y las colonias en Marte.

Por lo tanto, cuando se escribe sobre el porvenir tecnológico se corre el riesgo de caer al poco en la obsolescencia, programada o no. Por eso resulta absurdo el término "nuevas tecnologías", puesto que nos movemos en el terreno de la inmediatez, de lo efímero. Todos los días me obligan a actualizar mi dispositivo móvil. Cada mes, a cambiarlo por otro más pequeño, más grande, más flexible y siempre más caro.

Hoy en día,  los autores más prudentes han caído en la cuenta y nos arrastran a paisajes postapocalípticos, donde ya no tiene cabida la tecnología y el ser humano ha de reaprender cómo se defendía sin ella. De este modo, evitan meter la pata.

Es cierto, los humanos no han hoyado la superficie marciana, por suerte para ese planeta. Ningún robot de apariencia humana nos hace la compra. Pero contamos con una tecnología que no hubiéramos imaginado hace pocos años. No se entienden nuestras vidas sin la tecnología. Incluso las de aquellos a quienes no ha llegado. 

Tecleo sobre la pantalla retroiluminada de mi tableta y pienso que no caben en pocas líneas todas las actividades que requieren, en mayor o menor medida, de la tecnología. Educación, salud, economía... El arte (sea lo que sea tal cosa). ¿El amor? Y, por supuesto, los videojuegos, que no existen sin ella. Nos entretenemos en el baño o en el metro arrastrando un dedito sobre la pantalla. Ya no necesitamos de cables para interactuar con nuestros televisores. Nos movemos con naturalidad en espacios virtuales, aunque para ello tengamos que recurrir todavía a chismillos ópticos. Ya no somos meros espectadores emocionales de lo que se nos cuenta, puesto que somos coautores de las historias. Nunca tanto como ahora sentimos ser el personaje que nos representa. 

No poseo una cápsula del tiempo por falta de tiempo para construirla, pero parece que en un futuro no muy lejano controlaremos telepáticamente dispositivos que recrearán fielmente nuestro entorno o paisajes imaginarios. Pasearemos por ellos como si fueran reales. Así, disfrutaremos de las selvas y mares que ya no estarán.



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