Buena parte de mi formación intelectual se
la debo a los cines de barrio y al quiosco de la esquina. Así me va. En los
cines asistía a sesiones triples en las que me tragaba y digería mal películas
de todo tipo. Mis favoritas eran las de ciencia-ficción. En el quiosco, como
complemento, me proveía de tebeos y libros baratos del mismo género. Lo peor de
todo este asunto es que, si bien he diversificado mis gustos, sigo consumiendo
libros, cómics y películas de ciencia-ficción con voracidad adictiva, con el
consiguiente menoscabo neuronal y monetario.
Como espectador y como lector devoto, echo
la vista atrás y sin necesidad de irme muy lejos constato que los guionistas y
novelistas no previeron en absoluto.
Nadie predijo internet.
De cápsulas para viajar en el tiempo, nada de nada. De robots
antropomorfos que se encarguen de las tareas gratas o ingratas, menos. Al
parecer, todavía son incapaces de lavar un vaso sin que se haga añicos o de
subir y bajar escalones sin partirse la cibercrisma. Y eso que estamos en el
siglo XXI, un tiempo que ya debiera ser el del teletransporte y las colonias en
Marte.
Por lo tanto, cuando se escribe sobre el
porvenir tecnológico se corre el riesgo de caer al poco en la obsolescencia,
programada o no. Por eso resulta absurdo el término "nuevas
tecnologías", puesto que nos movemos en el terreno de la inmediatez, de lo
efímero. Todos los días me obligan a actualizar mi dispositivo móvil. Cada mes,
a cambiarlo por otro más pequeño, más grande, más flexible y siempre más caro.
Hoy en día,
los autores más prudentes han caído en la cuenta y nos arrastran a
paisajes postapocalípticos, donde ya no tiene cabida la tecnología y el ser
humano ha de reaprender cómo se defendía sin ella. De este modo, evitan meter
la pata.
Es cierto, los humanos no han hoyado la
superficie marciana, por suerte para ese planeta. Ningún robot de apariencia
humana nos hace la compra. Pero contamos con una tecnología que no hubiéramos
imaginado hace pocos años. No se entienden nuestras vidas sin la tecnología.
Incluso las de aquellos a quienes no ha llegado.
Tecleo sobre la pantalla retroiluminada de
mi tableta y pienso que no caben en pocas líneas todas las actividades que
requieren, en mayor o menor medida, de la tecnología. Educación, salud,
economía... El arte (sea lo que sea tal cosa). ¿El amor? Y, por supuesto, los
videojuegos, que no existen sin ella. Nos entretenemos en el baño o en el metro
arrastrando un dedito sobre la pantalla. Ya no necesitamos de cables para
interactuar con nuestros televisores. Nos movemos con naturalidad en espacios
virtuales, aunque para ello tengamos que recurrir todavía a chismillos ópticos.
Ya no somos meros espectadores emocionales de lo que se nos cuenta, puesto que
somos coautores de las historias. Nunca tanto como ahora sentimos ser el
personaje que nos representa.
No poseo una cápsula del tiempo por falta de
tiempo para construirla, pero parece que en un futuro no muy lejano
controlaremos telepáticamente dispositivos que recrearán fielmente nuestro
entorno o paisajes imaginarios. Pasearemos por ellos como si fueran reales.
Así, disfrutaremos de las selvas y mares que ya no estarán.
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