martes, 8 de abril de 2014

Mi primera novia




Mi primera novia se llamaba Zacarías (es nombre simulado, para preservar su identidad). Zacarías tenía trece años. Yo, catorce. Zacarías no era una niña guapa, pero tenía un bonito cuerpo, muy desarrollado para su edad. Tú ya me entiendes querido lector. Zacarías y yo íbamos al mismo colegio. Una tarde de invierno, durante el recreo, se me acercó y me dijo “qué bonita bufanda, ¿me la dejas?”. Yo le contesté azorado que sí, que claro, y ella añadió “te la cambio, toma la mía”. ¡Aquella bufanda olía a gloria bendita! Después supe que se trataba de una colonia pija. Desde entonces, y ya peino canas, cada vez que me cruzo con una mujer que utiliza esa colonia me acuerdo de Zacarías.
Los fines de semana salíamos a dar una vuelta, siempre en pandilla. Deambulábamos por las calles, porque tampoco teníamos nada mejor que hacer. Zacarías me cogió de la mano y me apartó del grupo. Después -ya había anochecido-  nos sentamos en el bordillo de la acera. Se acercó a mí y me besó en la boca. Mi primer beso. En ese preciso momento me enamoré perdidamente de Zacarías, como es lógico. Y quedé a su merced.
Zacarías y yo fuimos novios un montón de meses. Vino a mi casa y yo fui a la suya. Conocí a su mamá y a su papá, con el que Zacarías guardaba un acentuado parecido: la misma frente abombada, con ese curioso nacimiento del pelo tan cercano al occipucio, que en el caso del papá era alopecia y en el de mi novia un hermoso rasgo de belleza primitiva, y ese contraste entre las orejillas diminutas y esos dientes saltones que no le cabían en la boca. Me encantaban esos dientes tramontanos. Para que pudiera diferenciar a Zacarías de su papá,  la naturaleza tuvo a bien dotarlos de rasgos propios: mi novia, de momento, no tenía bigote y su papá no tenía pechos.
Cuando iba a casa de Zacarías nos encerrábamos en su cuarto. Supongo que los padres de mi novia me consideraban un tipo inofensivo. Y, de hecho, lo era. En su cuarto, mi novia se tumbaba sobre su cama y yo intentaba tumbarme sobre mi novia. Sin éxito, más allá de esos cariñosos empujones que me enviaban al suelo rodando. Pero yo, loco de amor, perseveraba, y como el que sigue la consigue, un día le toqué una teta por encima del sujetador, la camiseta de invierno y el jersey.

Se acercaban las vacaciones y Zacarías, como todos los veranos, se iría a Irlanda para practicar su inglés. Mi tristeza aumentaba a medida que se acercaba la fecha fatídica. ¿Qué sería de mí sin mi novia? Ella, por el contrario, parecía contenta. Yo diría que exultante. Una tarde le pregunté “¿Qué va a ser de mí sin ti?”  y me contestó “No te preocupes, lo tengo todo pensado”. Y sí, efectivamente, lo tenía todo pensado, la cabrona.

Este era el plan de Zacarías. Puesto que me iba a quedar sin novia unos meses, ella me había buscado una nueva. Mi nueva novia, a la que llamaremos Gregorio por discreción, era una buena amiga de Zacarías. Todo estaba bajo control. Zacarías le había hecho creer a Gregorio que yo estaba perdidamente enamorado de ella y que íbamos a cortar. Yo sólo tenía que declararle mi amor y ya está: novia nueva. La trama, a mi modo de ver, tenía alguna pega. Así se lo comuniqué a Zacarías. Para empezar, yo no era un puto. Además, dando por hecho que Gregorio estaba en el ajo y conforme, no sé qué sacábamos en claro ella y yo de este revuelto. Y por último, y no por ello menos trascendental, Gregorio era fea. Ahorraré a mi lector descripciones o metáforas terroríficas que trastocarían el tono del relato. Zacarías, que tenía respuesta para todo, me contestó que no se trataba de ser un gigoló, sino de una buena persona que transmitiría amor a alguien que lo necesitaba. Gregorio, a la vista estaba, no resultaba atractiva para el género masculino que, por lo general, atesora ciertos prejuicios hacía el acné y la asimetría. Gregorio, sin embargo, era una bellísima persona que daba limosna y no había matado a nadie. Además de estar colada por mis huesos desde que Zacarías le habló de mi pasión por ella. Creo que Gregorio se hubiera colado por los huesos de cualquiera, aunque no los recubriesen ni  chicha ni pellejo. En cuanto al futuro de nuestra relación, opinaba que el plan facilitaba mucho sus amoríos irlandeses, puesto que no se sentiría demasiado culpable si yo me enrollaba con otra. Para entendernos: ella se pegaría el lote con unos cuantos pelirrojos mientras yo disfrutaría de la sensualidad de Gregorio, a  mi entender tan soterrada como el núcleo o nife. Por último, Zacarías me prometía un beso con lengua como anticipo de lo que sería un reencuentro tórrido. Muy ofendido, como es normal, me negué durante cinco o seis minutos. ¡Un beso con lengua es un beso con lengua!  ¡Y lo que va por delante, va por delante!

Salí con Gregorio un par de días. Después, rompí con ella. Aquello no estuvo bien. No voy a justificarme, pero era un crío.
Zacarías regresó de Irlanda y me dio carpetazo. Yo no había cumplido con mi parte del plan.
Un tiempo después supe que los besos con lengua eran bidireccionales, y no con la lengua del chico pegada al alveolo del paladar, como me había hecho creer Zacarías, mi primera novia.

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