martes, 28 de enero de 2014

Cuento de navidad con mendigo



Esta es una historia ya leída. Un aficionado se propone escribir un cuento de navidad. Tan sólo tiene el título: “Cuento de navidad con mendigo”. Al aficionado le suena muy navideño, en la línea de “¡Qué bello es vivir!” y otras historias por el estilo. El cuento, se dice, ha de tener un tono entrañable sin caer en lo blandengue. Y nada de milagros ni referencias al niño Jesús ni a ningún otro niño. El aprendiz de escritor, bloqueado, no avanza más allá del título, por lo que recurre a la técnica rousseauniana del paseo. Para que un paseo resulte eficaz e inspirador hay que evitar distracciones. Por lo tanto, nada de perro ni de auriculares. Pero ¡ay! el barrio está muy animado en navidad, y al escritorzuelo le basta el vuelo de una mosca para despistarse. En realidad, el aficionado posee una vida interior abisal, pero funciona por hiperenlaces, de modo que puede comenzar observando el vuelo de la mosca y terminar encontrando la solución a todo de todo en el culo de los mandriles. Esta dispersión, que pudiera parecer una virtud, hace que, en ocasiones, el escritorcillo se pierda en un laberinto del que no encuentra la salida.
Veamos, se dice, qué me sugiere la palabra "mendigo". De entrada, es del todo incorrecta. Mejor sería "sin techo" o "vagabundo". Pero es que yo quiero que el mendigo de mi cuento sea sedentario, el que pide en la puerta de la parroquia al que conoce todo el mundo. Desde luego, si alguien escuchase tus pensamientos, pensaría que eres un clasista capullo. Que lo eres, sin duda, (capullo, que no clasista) porque esta historia todavía no ha empezado y ya no tiene arreglo. Quizá, podría hacer que el mendigo le diese una lección de humanidad a un presidente de escalera. ¡Menuda gilipollez! Vamos a ver... Herramientas del mendigo: cestita con algunas monedas y cartón con el lema "Tengo hambre". ¡Ya lo tengo! Un coleccionista de monedas (¿cómo se llaman? ¿almonedistas? ¿numismáticos? ¿atontaos?) le da al mendigo una valiosa moneda por equivocación. Para cuando cae en la cuenta, el mendigo ya ha gastado su dinero aquí y allá. El ¿numismático? y el mendigo pasarán el día rehaciendo la ruta de lugares miserables por los que pasó el segundo, comprendiendo ambos que sus vidas no difieren demasiado la una de la otra. Sus alegrías, sus tristezas, en fin, toda esa mierda. Por cierto, la moneda, tan parecida a un euro, no aparecería nunca. Posiblemente, el mendigo se la jugaría en una tragaperras. Vaya mierda. Un momento. Mejor así: el ¿almonedista? atisba la valiosísima moneda entre las del cestillo e intenta timar al mendigo. Se ve que algún alma generosa pero ignorante la ha dejado caer ahí. El coleccionista le propone un juego al mendigo. Un juego en el que el mendigo, aparentemente, no pueda perder. Las monedas de su cesta a cambio de un billete de cien. Al avaro le saldrá mal el jueguecito y la moneda se perderá para siempre. He de pensar el juego. A ver. Algo relacionado con que las monedas floten, a ser posible en la pila bautismal. "Si consigo que tus monedas floten en la pila bautismal, me las quedo todas. Si no lo consigo, te doy cien euros por tan sólo una de ellas" (o algo así). "Voy a avisar al padre Nicomedes para que nos deje hacer el experimento en la pila bautismal". Cuando regresa, el cestillo está vacío. "¿Dónde están las monedas? Como tardaba -contesta el mendigo- he probado en la orilla del río. No ha flotado ni una. Me debe cien euros. Y esta moneda es para usted". Y el mendigo saca una moneda. Podemos dejar un final abierto (los odio), que no se sepa de qué moneda se trata. O dos posibles finales: con la moneda  valiosísima o con una de céntimo. Y entonces... ¡Joder! ¡Parezco el nieto tonto de la mascota de Roald Dalh! Por cierto, ¿en qué peli de los Monty Phyton salía lo de las piedras? Uno dice "A ver, dime cosas que floten", y el otro contesta "¿Las piedras pequeñas?" Voy a entrar en el mercado. Seguro que me inspiro con los caquis y las habichuelas medianas. Pero... ¿qué es este ruido infernal? ¡Villancicos! Este país es la pera. La gente hace ruido cuando protesta y cuando se divierte. Parece obligatorio berrear y montar bulla. "¡Mirad, mirad cómo me divierto! ¡Mirad, mirad cómo protesto! ¡Chumba, chumba, chumba!" ¡Hostia puta mandarina! Estoy hecho un iaio renegón. Pero es que es la leche. De aquí nada organizarán saraos en los entierros, a lo Niuorlins. Tengo que revisar mis últimas voluntades. Nada de bandas municipales tocando el "Adiós amigo, good bye my friend". Lo menos que se puede pedir en un entierro es que la gente finja estar triste. Lo que sí tengo claro es la música de mi cuento de navidad con mendigo: Dean Martin. "You're nobody 'till somebody loves you". El Rat Pack. Uhmmm. Éstos sí que molaban. Eran unos machos. Y no como yo, que me gustan los valses, los ungüentos y las regalías. Bueno, no. Porque yo soy un canalla. O quiero serlo. Pero no de esos chulos de las películas americanas que hacen que las chicas finas hagan cualquier cosa que él les pida. Yo quiero ser un canalla lumpen, de bareto cutre (no me lo creo ni yo). Como ese bar de Madrid, donde la parroquia aguantaba de once a una de la noche trasegando vinos y gin tonics. ¡Y qué parroquia! Neorrealista. Narices grandes con venillas, chepas y calcetines color carne. ¡Y qué callos cocinaban! ¡La Mare de Deu! ¡Mel de romer! Sin embargo, luego me llevé al pobre Juanito Márquez a cenar a un cutre con encanto donde los callos sabían a Pato WC. Callos. Mmmm. Voy a acercarme al puesto de la casquería y a ver qué encuentro por ahí…

Y así hasta el infinito.

De vuelta a casa, el escritorcete se cruza con tres mendigos. Uno arrastra un carrito de supermercado con todas sus pertenencias. Otro le pide un cigarrillo. El tercero duerme frente a la entrada del edificio donde vive el escritorzuelo.
El aficionaducho ha perdido todo el interés por la historia. Siempre ha sentido curiosidad (quizá malsana, aunque su bondad fingida no lo admita) por saber qué le puede ocurrir a alguien para acabar viviendo en la calle. Supone que hay motivos muy diferentes y que, en muchos casos, el alcohol tuvo buena parte de culpa. Una vez, tuvo una relación de camaradería con un mendigo que vivía en un coche abandonado, pero nunca consiguió que le contase nada de su vida anterior. Se limitaba a dejarse invitar a vinos y a contar chistes que muy a menudo sólo entendía él.

No hace mucho, el mediocre juntapalabras esperaba el autobús. Era verano. Detrás de él, un mendigo, sentado en la acera y acompañado por un perrillo dormido, lloraba desconsoladamente. Los transeúntes transitaban. A nadie parecía importarle aquel hombre afligido. El escritorzuelo no sabía qué hacer. Sentía un profundo pudor y temía molestar. Pero, finalmente, se sentó junto a él. Se trataba de un hombre joven, de unos treinta años, de barba y cabellos rubios. No pedía dinero. Sólo lloraba. ¿Necesitaba algo? ¿Estaba enfermo? ¿Quería que llamase a alguien? El hombre negaba con la cabeza. ¿Seguro? ¿No puedo ayudarte? Pasado un rato, el joven miró al aprendiz de escritor y le dijo entre sollozos: “Es que es muy duro, es muy duro”.

¡Feliz navidad!

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